Uno de los retos de más amplio espectro, naturaleza más compleja y carácter más urgente de nuestra sociedad se resume en esta palabra: brechas. Si el próximo gobierno no las aborda con decisión, sensatez y sentido estructural, los riesgos del populismo y autoritarismo, aunque logren conjurarse ahora, seguirán nutriéndose, y llegará un momento en que quizá no haya marcha atrás.
Existen brechas o desigualdades de sobra reconocidas: en ingreso, educación y capacitación; entre la GAM y el resto del país; entre la economía moderna y la tradicional; entre creciente y estancada productividad; entre instituciones dinámicas y aquellas ancladas en el pasado; entre visión y complacencia; y, por supuesto, entre discursos y realidades.
Su inadecuada atención no solo las ha ampliado; también ha conducido a una nueva generación de desconexiones, que se ha manifestado con particular agudeza en la segunda ronda electoral. Me refiero al creciente y artificial antagonismo entre quienes ven el Estado como pilar y fuente de apoyo, y quienes lo consideran un estorbo; entre los sectores organizados, apegados a sus intereses o rentas injustas, y una amplia población desafiliada que, en buena parte, financia sus beneficios; entre quienes aprecian las instituciones y normas legítimas, y aquellos que las desdeñan por lentas o incómodas; entre comprender que los cambios en democracia deben ser negociados o consensuados, y suponer que existen pócimas mágicas de rupturas generadoras.
Todo lo anterior ha hecho que se asome una brecha más peligrosa, aún pequeña y contenida por una cultura cívica de larga data y dignos resultados, pero en proceso de ampliación. Es la brecha entre la adhesión a la democracia liberal y la tentación del autoritarismo.
Si no resolvemos o, cuando menos, reducimos estos distanciamientos, nuestro pacto sociopolítico, que tanto ha costado desarrollar, podría colapsar, sobre todo, si recibe una recarga populista. Articular estrategias responsables para superar brechas, reducir marginalidad, equilibrar sacrificios y beneficios y, así avanzar hacia un mayor y mejor distribuido bienestar, cohesión social e identidad político-democrática, debería encabezar la lista de tareas estructurales del próximo presidente. A menos, por supuesto, que tenga una misión de dinamitero.
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