En el corazón del sistema democrático yace el concepto del poder supremo del pueblo. En una monarquía, al rey o al emperador se le denomina “soberano”; en democracia, esa denominación está reservada exclusivamente para los ciudadanos. El poder, la herramienta que utilizan las personas que resultan electas (presidentes, diputados, alcaldes, regidores, síndicos), es propiedad del soberano y se utiliza en su representación.
En vista de que el poder que ostentan las personas electas pertenece al pueblo –el soberano–, en una verdadera democracia esas personas deben disfrutar de amplias facultades en el ejercicio de sus funciones. Toda regla, obligación o límite que se imponga es una regla, obligación o límite impuesto al soberano –el pueblo– y pone en peligro la primacía de su poder; o sea, de la democracia.
Ante la imperfección humana –básicamente, las imperfecciones de naturaleza ética–, el ejercicio del poder ha tenido que ser sometido a numerosas reglas dirigidas a limitar las potestades de las personas electas. Aun así, siguen disfrutando de amplios márgenes de acción en una serie de campos, lo cual es compatible con la representación del soberano que ostentan.
Precisamente, por esa inevitable y conveniente discrecionalidad, el político debe desempeñarse con férreos rigores éticos y una sólida vocación por la autocontención.
Transitar por el centro
El político que comprende y practica estos conceptos no disfruta de todos los privilegios autorizados ni actúa atenido a los fueros que le otorga el cargo. No ejerce el poder hasta sus máximos cuando la ley limita, ni se queda en los mínimos cuando la ley obliga. Siempre se aleja de las paredes legales y se mueve en su centro, haciendo menos del máximo de lo negativo permitido, y más de lo mínimo de lo positivo exigido.
A manera de ejemplo, si la normativa le permite a un diputado gastar dinero del pueblo en un equipo de cinco personas en su despacho, debería evitar llegar a ese máximo. Por otra parte, si para resguardar su dieta la normativa exige que, como mínimo, presente una justificación por la ausencia a reuniones de comisión o plenario, debería desempeñarse por encima de ese mínimo y hacerse presente en todas las sesiones para las que no tiene impedimentos reales.
Ese tipo de político no persuade a sus amigos en las cortes constitucionales para que, en su beneficio directo, modifiquen las normas relativas a la reelección, como ha ocurrido en varios países de América Latina. Si lo hiciera, no habría violado ninguna ley, pero se habría recostado de manera muy fuerte en las cláusulas que prohíben los conflictos de interés.
Algunos políticos no buscan estar en el centro de esas paredes legales, sino que las estrujan y las traspasan. Utilizan sus fueros y potestades, no para actuar de la manera que mejor sirva a los dueños del poder –los ciudadanos–, sino para abusar, imponer o chantajear. Nada menos que eso es lo que hace un diputado cuando, para evitar un voto mayoritario en la dirección contraria a su opinión, presenta centenares de mociones o rompe el cuórum. O cuando negocia su voto para un proyecto de interés para el Poder Ejecutivo a cambio de que se le permita nombrar funcionarios en las instituciones (maestros, policías, directores regionales), presupuestar y repartir partidas específicas o seleccionar beneficiarios de las ayudas sociales, como era cotidiano en la Costa Rica de la política tradicional, antes de las luchas que algunos hemos dado.
Abusos normalizados
Solo cuando se alcanzan ciertos niveles en la jerarquía política se llega a conocer la verdadera dimensión de los privilegios, los abusos y las corrupciones que algunos han normalizado. Es muy frecuente que, como el pueblo no está enterado, los que llegan a esos cargos, tan pronto han descubierto las posibilidades, empiezan a disfrutarlas. No importa que antes de asumir funciones consideraran, por ejemplo, que ciertos salarios eran excesivos: cuando empiezan a recibirlos no protestan y menos devuelven parte al Estado.
Este comportamiento responde, en primer lugar, al deseo de disfrutar de una mejor calidad material de vida, no importa si es a costa de los recursos del pueblo. Por otra parte, algunos políticos saborean los abusos en lugar de enfrentarse a ellos, para evitar la molestia de sus colegas, lo cual les impediría escalar en la estructura de poder de su partido.
¿Qué hace la madre del hogar pobre que es responsable de la cocina? Esa madre conoce la comida de la que dispone. Si solo cuenta con un huevo, solo ella lo sabe. Tiene el poder para comérselo sin que nadie siquiera se entere de que había uno. Sin embargo, lo normal es que esa madre reparta el huevo entre los otros miembros de la familia y que ella ni siquiera lo pruebe. Poder total sobre un activo, acompañado de autocontención total para utilizarlo.
El político con los valores correctos se comporta como la madre del hogar pobre. Renuncia a la bandera personal para dar primacía a la del país. Ese tipo de político ejerce el cargo y es consciente de que, al representar al soberano, necesariamente tiene pocas prohibiciones legales y que el uso de sus amplias potestades, para bien o para mal, es una decisión enteramente personal… como la de la madre del hogar pobre.
Hoy vivimos en un mundo –en Costa Rica, Estados Unidos, Nicaragua, Venezuela, El Salvador o Israel, entre otros países– en el que los presidentes, lejos de la autocontención, utilizan las discrecionalidades de su cargo para presionar al máximo las paredes legales y sucumbir al desenfreno. Los tribunales, ahí donde se ha recurrido a ellos, decidirán si las han perforado, pero el daño a la institucionalidad y a la moral pública podría ser irreparable.
¿Por qué un empleado público de esos países daría más del mínimo requerido y no presionaría por lo máximo factible si un presidente se mueve en esas fronteras? ¿Por qué un empresario no utilizaría todas las posibilidades para eludir el pago impuestos si el presidente, con su ejemplo, indica que no se debe desaprovechar ninguna oportunidad, aunque éticamente sea cuestionable? ¿Por qué una persona no mentiría en un negocio si los líderes de sus países recurren rutinariamente a la mentira como herramienta para convencer? ¿Por qué un joven se abstendría de ceñirse a la inteligencia artificial para realizar un examen si los líderes utilizan cualquier truco para lograr sus objetivos?
La autocontención no es abdicación ni ingenuidad, y menos autoflagelo. Por el contrario, sin autocontención, la democracia se convierte en una lucha de suma cero. Si se normaliza y los nuevos que asumen el poder siguen por la misma ruta, la estabilidad política llegará a su fin.
Siempre se ha sabido que para que haya democracia se requiere mucho más que igualdad de participación, libertad de opinión, un correcto conteo de votos, etc. La forma en que se ejerce el poder es un componente esencial del sistema y es parte de las condiciones necesarias como herramienta para el desarrollo. La manera correcta no la asegura la legalidad. En las barreras éticas radica la verdadera garantía.
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Ottón Solís es economista.
