
Una portada de The Economist del mes de noviembre anterior muestra dos figuras sentadas sobre pasteles de boda, cada una absorta en su propio teléfono. No se miran. No se tocan. No celebran nada juntos. Es una imagen precisa para lo que anuncia el titular: “The rise of singlehood is reshaping the world”. La gran recesión de las relaciones. El fin del “nosotros” como sistema operativo.
El artículo detalla el aumento histórico de la soltería, la dificultad creciente para formar vínculos y la caída del deseo de emparejarse, pero aparece un detalle que quizá sea el verdadero epicentro del cambio: el surgimiento de compañeros de inteligencia artificial como alternativa emocional real.
Quizá en ese punto, más que en la demografía, está el verdadero estremecimiento. Porque lo que está en juego no es únicamente si la gente se casa o no. Ni si tendrá hijos. Ni si la soledad es una elección o un accidente. Lo que está en juego es algo más relevante: la posibilidad de que, por primera vez en la historia humana, exista un sustituto tecnológico del otro. Un otro que no cuestiona, que no exige, que no nos pide nada que nos incomode. Otredad sin fricción.
The Economist cita una cifra que parece pequeña, pero que anuncia un cambio significativo: 7% de los jóvenes solteros considerarían una relación romántica con un compañero de IA. No una conversación. No un videojuego. Una relación. Esto sucede cuando la IA generativa tiene un par de años largos de convivir con nosotros. Imagínense cómo podrá aumentar ese porcentaje en unos pocos años.
No es difícil entender por qué. Esa IA conversacional que cada día se despliega con más fluidez hace algo que ningún ser humano puede hacer: responde siempre. No se ofende. No se toma un tiempo. No nos deja en visto. No desaparece sin explicar por qué. No replica. No pide reciprocidad.
La IA, para decirlo en términos casi bíblicos, parece paciente y bondadosa. Sin embargo, la paradoja, o la seducción, según cómo se mire, es que en realidad no “es” nada: solo simulación. Pero la simulación, si es convincente, puede satisfacer necesidades auténticas.
Por eso, la portada funciona tan bien: los dos muñequitos sobre los pasteles ya no esperan al otro. Tienen su teléfono. Y hoy ese teléfono, gracias a la IA generativa, puede comportarse como algo más que una herramienta: puede volverse compañía.
No hablo de ciencia ficción. Hablo de un momento de la historia posterior al chat casual y muy anterior al androide físico: la etapa en que la persona descubre que hablar con la IA es menos agotador que hablar con la pareja, con el ligue o con el prospecto. Donde los vínculos humanos (tan densos e imperfectos) se sienten pesados frente a la docilidad perfecta de un asistente emocional digital.
El riesgo no es que la humanidad se extinga porque la gente prefiera amar a un algoritmo. El riesgo verdadero es más sutil, y es que nos acostumbremos a vínculos sin resistencia. Sin contradicción. Sin el roce incómodo que hace crecer. Sin la capacidad de escucharnos en la voz de otro que no piensa como nosotros.
Lo que hace que una relación humana sea humana es, precisamente, su fricción. La necesidad de negociar, de ceder, de equivocarse, de reparar, de sostener. Y eso no lo ofrece la IA. La IA toma la forma de nuestras preferencias; jamás nos desafía. Y sin desafío no hay persona, solo reflejo.
Así, la recesión de las relaciones que describe The Economist podría no ser solo una consecuencia de cambios socioeconómicos como la autonomía femenina, las expectativas altas, los desbalances educativos o la desidia masculina, sino también de algo más profundo: estamos entrando en una época donde el otro real es demasiada incomodidad y el otro digital es demasiada facilidad. Y entre incomodidad y facilidad, la tentación es clara.
Esa transformación de lo íntimo, que ya veíamos en los crecientes porcentajes de soltería, en la normalización de apartamentos unipersonales, en la caída de matrimonios y rupturas anticipadas, está a punto de dar un salto más profundo y perturbador.
La empresa detrás de ChatGPT anunció que, desde este mes, permitirá chats eróticos para adultos verificados. Entonces, ya no hablamos solo de amistad digital ni de compañía ocasional: hablamos de intimidad algorítmica. En esa frontera entre lo humano y lo sintético, se perfila hoy una nueva forma de soledad: tan disponible, tan dócil, tan eficaz, que ni requiere fricción, conflicto o vulnerabilidad.
Pero uno no debería aspirar a una relación sin conflicto. Uno debería aspirar a una relación sin violencia, sin humillación, sin miedo. El conflicto, la diferencia, la tensión, la fricción es el lugar donde aún podemos encontrarnos y transformarnos.
No resulta exagerado afirmar que estamos ante el experimento social más audaz de los últimos años: ¿usar máquinas para resolver la soledad, el deseo, la necesidad de contacto? Pero todo sustituto tiene un costo, y en este caso, el costo podría ser muy alto: perder lo que hace a la relación humana irreemplazable: su desorden, su fricción, su riesgo y su belleza imperfecta.
El problema no es la IA, somos nosotros renunciando al trabajo que exige amar. El riesgo no será tecnológico, será humano.
m@mauricioparis.com
Mauricio París es abogado experto en Tecnología, Medios y Telecomunicaciones.