En cuarto grado de la escuela nos enseñaron que el agua es inagotable. Cae del cielo sobre los bosques como un regalo; los árboles la recogen para su alimentación y la filtran con sus raíces y su sombra hasta el subsuelo, para recargar los mantos acuíferos que a veces brotan como nacientes o como riachuelos que se juntan para formar ríos con pozas y lagunas.
De estos, y también de los mantos acuíferos, los seres humanos tomamos el agua para alimentarnos y gozar de salud. Al final, el agua regresa al mar por los ríos y se evapora nuevamente para llegar a las nubes, que la convierten en gotas para volver a caer del cielo como un regalo de Dios. Ese es el ciclo del agua.
Pero hasta ahí llegamos. De repente, empezamos a echar en los ríos y caños, a vista y paciencia de las instituciones públicas destinadas a vigilar, toda suerte de contaminantes: desechos industriales de distintos colores y olores, que discurren por los caños de las ciudades y se vierten en los ríos; aguas negras de las comunidades pobres del país, que denominamos “tugurios”, sin ningún tratamiento; en los ríos depositamos todo lo inservible, desde sillones hasta lavadoras viejas.
Visitemos el centro de San José, y veremos los caños repletos de basura que obstruyen las alcantarillas y causan inundaciones; si transitamos por la carretera que pasa por los Hatillos —cuyos pobladores reclaman agua limpia con todo su derecho— veremos la basura que ellos mismos desechan en los caños, a la vera de la vía, posiblemente ignorando que esa basura irá a los ríos de donde podríamos obtener el agua para saciar sus necesidades.
Vigilancia del agua
Cabe preguntarnos dónde ha estado el AyA, institución creada para velar por la calidad del agua y hacerla disponible para toda la sociedad, y los ministerios de Educación, Cultura, Salud y las municipalidades, la Defensoría de los Habitantes y hasta la CCSS, que reciben el dinero de nuestros impuestos para llevar a cabo la tarea de vigilar nuestra salud, que ineludiblemente depende de la calidad de nuestra agua.
Hoy nos dicen que, pese a la inmensa riqueza acuífera con que cuenta nuestro país, las tuberías de agua potable de San José están obsoletas y por ello se desperdicia hasta un 47 % del agua que debería llegar a los hogares, y que los jerarcas que debieron planificar y diseñar los acueductos nunca lo hicieron.
Me pregunto: el dinero gastado que debería haberse invertido, ¿sirvió solo para pagar funcionarios que vivieron de él sin hacer realmente la tarea para la que fueron contratados? Desde luego que, por el descuido de las instituciones públicas mencionadas arriba y otras no mencionadas, tenemos una terrible escasez del líquido vital.
Pero nosotros, el pueblo, ¿dónde estamos? Hacemos la vista gorda como si no hubiéramos ido a la escuela y no fuéramos hijos de la Tacita de Plata, como denominamos antaño a nuestra ciudad capital.
Recientemente nos enteramos de que el río Barranca, cuya agua es utilizada por la comunidad aledaña para vivir, fue contaminado por agroquímicos, debido a un accidente sufrido por un camión que los transportaba. Pero puedo asegurar, sin necesidad de acudir a un laboratorio, que el río Barranca no solo se contaminó accidentalmente de agroquímicos; lleva además coliformes y otra suerte de bichos inconvenientes porque “río arriba” hay casas que desaguan sus desechos en el río, como pasa igualmente en el río Tiribí, en el bajo de los Anonos y en casi todos los ríos del país.
El río Savegre, que fue el más limpio de América hace muy pocos años, está contaminado por el turismo de la zona y la producción de tilapias, cuando ambas actividades podrían desarrollarse de manera sostenible.
Derecho humano
La tierra vive guerras insólitas e irracionales, pandemias, cambio climático y otras amenazas cuyas causas y resolución no nos deben ser ajenas. Pero concretamente respecto al agua, si bien los gobiernos no han querido ocuparse responsablemente, cada uno de nosotros puede hacerlo.
Levantemos la voz, porque nuestra Constitución Política hace del agua un derecho humano y la Defensoría de los Habitantes debe velar para que el gobierno competente cumpla.
Sobre todo, reflexionemos sobre nuestros actos cotidianos. Es sencillo motivarnos personalmente: si cada uno de nosotros necesita agua para vivir y para que su descendencia sobreviva saludablemente, tenemos que responsabilizarnos de nuestros propios actos.
No debemos tirar la basura en los ríos y caños, no debemos cortar los árboles, no debemos echar agroquímicos peligrosos a las verduras, no debemos contaminar el agua, porque aunque no pensemos en los demás, sino únicamente en nuestros propios intereses, si realmente nos importa la calidad de vida de nuestra descendencia, ella requerirá agua limpia.
Si queremos que mañana nuestros hijos puedan beber agua del tubo en cualquier parte del país, que vuelvan a nadar en las pozas limpias, y si lo queremos para nuestros hijos, necesariamente debemos quererlo para todos, porque aunque algunos tengamos mayores recursos económicos que otros, nuestra propia descendencia no vivirá en una burbuja de cristal; convivirá en una sociedad responsable, tranquila, trabajadora, honrada, feliz y en paz.
Unamos esfuerzos para cuidar el agua que todos necesitamos y que Dios nos manda del cielo. Es hora de recordarlo: “Trata a tu prójimo como a ti mismo”, nos dice el mandamiento de la ley de Dios. “No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”, lo decían nuestros abuelos. Reflexionemos, porque de lo contrario iremos directamente al despeñadero.
La autora es filósofa.