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Australia ha debido movilizar prácticamente a todo el cuerpo diplomático para explicar que el pacto no es una alianza de defensa, que incluye otros componentes de cooperación en los ámbitos de la inteligencia artificial y tecnología cuántica. En la foto, el primer ministro australiano, Scott Morrison, y Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. (OLIVIER DOULIERY/AFP)
El mes pasado, durante la 76.ª sesión de apertura de la Asamblea General de las Naciones Unidas, en Nueva York, fuimos testigos del rifirrafe entre Estados Unidos, Australia y Francia —a la cabeza de la Unión Europea— por el lanzamiento del Aukus. Como consecuencia de este acuerdo, Australia canceló, de forma abrupta y descortés, el contrato de compra de submarinos de diésel y electricidad que mantenía con Francia desde el 2016 para obtener, en cambio, submarinos de propulsión nuclear fabricados en Estados Unidos.
Aukus ha resonado con tal fuerza en el plano internacional que Australia ha debido movilizar prácticamente a todo el cuerpo diplomático para explicar que el pacto no es una alianza de defensa, que incluye otros componentes de cooperación en los ámbitos de la inteligencia artificial y tecnología cuántica. Además, ha hecho un llamado a los socios europeos «para apoyar un orden internacional basado en reglas».
Camberra también insiste en que esta iniciativa es fundamental para cubrir sus necesidades actuales de seguridad nacional. Es un hecho que, desde hace varios años, Pekín trabaja asiduamente con algunos de sus socios en lo que se conoce como el «Collar de Perlas», es decir, una red de puertos y bases militares en el indopacífico, que desea transformar en algo así como su «patio trasero».
Aunque el presidente Joe Biden ha dicho una y otra vez que los submarinos contratados por Australia no transportarán ningún tipo de armamento nuclear, los reactores necesitan uranio altamente enriquecido para funcionar, el mismo tipo de uranio que se requiere para fabricar bombas nucleares.
Y es aquí donde bien podría abrirse la caja de los truenos. Algunos analistas sugieren que, al amparo del Tratado sobre la No Proliferación de las Armas Nucleares y en condición de «Estado no poseedor de armas nucleares», Australia solo puede proveerse de uranio altamente enriquecido para fines pacíficos y con garantías. Pero el objetivo de Aukus es bien conocido y echa mano de tecnología militar de última generación para cumplir sus propósitos de defensa frente a China.
Centrémonos en el escenario de la discordia: el océano Pacífico. La historia nos enseña que, por lo general, como resultado de los enfrentamientos navales y las disputas por la soberanía de regiones marítimas, las rutas comerciales se perturban, y tanto las materias primas como las fuentes de energía se encarecen, lo que da vida al fantasma de la inflación.
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Para los países que no están directamente involucrados en la pugna, la situación puede llegar a ser aún más crítica. En muchos casos, incluso pueden enfrentar incursiones ilegales en sus aguas territoriales, zonas marítimas exclusivas y rutas de navegación internacionales por parte de quienes sí lo están, por razones de defensa, espionaje o piratería.
Como vivimos en el siglo XXI y las guerras también son de última generación, es previsible que en un escenario bélico, o tan solo de calma tensa, los mares también sean utilizados por la industria de la guerra para explotar, legal o ilegalmente, los enormes yacimientos de tierras raras que yacen en el fondo del mar.
De momento, las actividades de prospección en el Pacífico indican que los lodos submarinos poseen millones de toneladas de elementos, como disprosio, itrio, europio y terbio, los cuales podrían cubrir la demanda mundial por los próximos tres o cuatro siglos.
Pero ¿por qué debería interesarnos esta historia si la región indopacífica está tan lejos de San José o Puntarenas? En primer lugar, porque el océano es una única masa continua de agua salada que cubre más del 70 % de la superficie de nuestro planeta y, como señala «National Geographic», este conjunto «agita el caleidoscopio de la vida». Nuestra supervivencia como especie depende de la buena salud del «mar extenso».
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En segundo lugar, porque las finanzas de Costa Rica son raquíticas y el país vive de espaldas al mar, atrincherado en el Valle Central. Durante décadas nuestras zonas marítimo-costeras han permanecido en estado de abandono, independientemente del partido político que esté en el poder, y eso tiene un precio.
Tomemos como ejemplo nuestra infraestructura portuaria en la costa pacífica versus la crisis de los contenedores en Asia. Durante meses, el precio internacional de los fletes desde y hacia ese continente han sufrido aumentos dramáticos debido a la escasez de contenedores, pero también a causa de los atascos en los puertos asiáticos y los cierres intermitentes para contener la pandemia de covid-19.
Esta crisis mundial sobreviene en un escenario de caos en Caldera, agravado por la persistente falta de modernización de la infraestructura portuaria. Así, lo denuncian las cámaras y quienes laboran en el puerto. Y aunque el sector empresarial ha solicitado flexibilidad fiscal, de manera temporal para aliviar la situación, ¿cómo mejorar la capacidad y calidad de los puertos costarricenses sin flujo de caja? El pez se muerde la cola una y otra vez.
En tercer lugar, nuestros mares continúan siendo víctimas de la delincuencia transnacional organizada, en todas sus formas y manifestaciones. La respuesta oficial siempre es la misma: la «gestión es carísima». Y aunque es verdad que existen valiosas iniciativas de cooperación internacional para abordar esta problemática, son a todas luces insuficientes. El mar es tierra de nadie.
El poeta romano Ovidio escribió con gran lucidez lo siguiente: «El hombre que ha experimentado un naufragio se estremece incluso ante el mar en calma». Costa Rica, al igual que América Latina, ha naufragado muchas veces como consecuencia de los «shocks» externos. Además, debe lidiar permanentemente con «los picotazos del águila» y «los mordiscos del dragón»: la publicación francesa «Le Monde Diplomatique» utiliza ambas metáforas para referirse a las tácticas políticas, económicas y financieras que utilizan Estados Unidos y China en su guerra particular.
Por estas razones, deberíamos estremecernos ante la calma tensa que invade el indopacífico. Nuestro país ni tiene el poder de aplacar a los grandes egos internacionales ni sus bases defensivas son fuertes. En cualquier caso, nuestros gobernantes están obligados a utilizar sabiamente las herramientas de las cuales disponen para suavizar los efectos secundarios. Y, como mínimo, contar con un plan B en caso de que se desate un tsunami político-militar en el Pacífico. Es su obligación porque comandan la flota.
Un conflicto bélico en la región del indopacífico, o tan solo un incremento de las hostilidades entre Estados Unidos y China y sus respectivos socios, podría resultar nefasto para la salud del océano, el comercio, la economía y las finanzas mundiales. No lo digo yo, lo dice la historia, que funciona de forma cíclica como la marea.
La autora es internacionalista.