
Ya pasó un año desde que Rusia, el lugar donde nací, invadió Ucrania. Llevamos 365 días despertando con noticias de misiles rusos, bombardeos, asesinatos, torturas y violaciones. Son 365 días de vergüenza y confusión, de no querer mirar pero necesitar saber lo que pasa, de ver a los rusos convertirse en “ruscistas”, “orcos” o “putinoides”. En estos 365 días, el calificativo de “rusoestadounidense”, que antes no generaba complicaciones, se siente como una contradicción en sus propios términos.
Quienes estamos en esta situación tenemos métodos para adaptarnos a las nuevas circunstancias, algunos más fáciles que otros. Mi biblioteca sigue llena de libros rusos, pero ya no tengo ningún deseo de releerlos. Chéjov y Nabokov no tienen la culpa por la agresión contra Ucrania, pero, sin embargo, la agresión les robó la magia y la capacidad de enseñar.
Estos autores eran mis amigos, lo mismo que los rituales del viejo país, como la vigilia de Pascua rusa y la proyección en Año Nuevo del clásico soviético La ironía del destino. La pérdida me duele horrores, pero tal vez sea lo mejor. Me ayuda a concentrarme en el presente.
Otros cambios me obligaron a una reflexión más profunda. Era común que cada ruso en Occidente se sintiera enviado de una gran cultura y de un gran país. Aunque las cosas se salieron de curso muy mal con el bolchevismo y los gulags, a finales del siglo XX Rusia consiguió enderezarse y volver con la civilización, poniendo sus propias virtudes “especiales” a la vista de todos.
En Occidente, el atractivo romántico de la escala de valores rusa (anteponer lo comunal a lo individualista, lo socialista a lo capitalista, lo espiritual a lo material, el corazón a la cabeza) era tan fuerte que yo también me convencí de la bondad oculta de Rusia (a pesar de haberme ido del país tan pronto como pude en los noventa).
De regreso a las costumbres bárbaras de Moscovia
Ahora recuerdo por qué. Rusia es especial, pero sobre todo en el sentido de que tiene una capacidad única para destruir en cuestión de días lo que llevó siglos levantar. De las armonías de Chaikovski a los versos de Pushkin, la cultura rusa fue manchada por los actos de personas cuyas atrocidades negaron los logros de sus ancestros. Rusia fue arrastrada de regreso a las costumbres bárbaras de Moscovia, como si el siglo XIX jamás hubiera existido.
Siendo una persona formada por la literatura rusa y soviética, me hace sentirme una socia involuntaria de los crímenes rusos. Por eso, desde febrero del año pasado, abandoné toda pretensión de ser una enviada cultural. Soy una enviada de nada; solo otra inmigrante que vino a Estados Unidos buscando una vida mejor. En algunos aspectos, es una experiencia liberadora. Ahora sé que la búsqueda de sentido de una persona no necesita (y a veces no debe) estar confinada en una tradición cultural cualquiera.
Pero cuestionar el propio pasado nunca es fácil. Mirando los álbumes familiares, veíamos a nuestros abuelos como héroes que sobrevivieron al gran terror, ganaron la guerra y construyeron un gran país. Sus vidas eran material de leyendas, un perfecto relato moderno de sacrificio y fortaleza. Sufrieron para que sus nietos pudieran vivir en paz (y eso incluía también a los ucranianos).
Pero esos sacrificios se han dilapidado. Ahora debemos considerar la posibilidad de que los logros de nuestros abuelos no hayan hecho más que prolongar la vida de un monstruo totalitario, impartiéndole la legitimidad que ansiaba. ¿Qué pensar de los 23 a 27 millones de ciudadanos soviéticos que murieron en la guerra del siglo XX contra el fascismo? Muchos de ellos fueron los abuelos de los fascistas del siglo XXI.
Ilusiones arrebatadas
Hace unos años, esta respuesta no hubiera sido tan inmediata. Tras el final de la Guerra Fría, Rusia parecía el país más libre del mundo. También se creía que era un país capaz de arrepentimiento. El hecho de que a nadie se le pidiera dar cuentas por los crímenes del régimen comunista se veía como prueba de nuestro deseo colectivo de sanación nacional, y no como un intento deliberado de las nuevas autoridades de librarse de toda culpa.
Hoy, la guerra de Putin en Ucrania la dirigen, la arman y la apoyan rusos que, como yo, vivieron la perestroika y la glásnost. Destruyen la promesa de esa era y erigen otra prisión “sobre las ruinas del despotismo”. Lo que en los noventa pareció una decisión nacional consciente resultó ser la aspiración de unos pocos.
La idea misma de “decisión nacional” parece un concepto vacuo. Los rusos solo existen como súbditos; su sociedad, una masa atomizada donde algunos solo tratan de sobrevivir y otros aplauden los crímenes del régimen para olvidar por un rato sus propios padecimientos. Los pocos valientes que se atreven a alzarse contra el sistema terminan engullidos en él.
Ser ruso hoy es ser una persona vaciada de su cultura. Para quienes ya tenemos la mitad de la vida detrás, no es tan sencillo adoptar otros libros favoritos, otras películas, otras tradiciones festivas. Podemos leer a Gógol y explorar el cancionero popular ucraniano, pero no podemos adoptar una identidad ucraniana, porque el mero hecho de intentarlo se sentiría inmoral.
Lo único que podemos hacer es tratar de pasar inadvertidos y esperar que nadie nos pregunte de dónde es nuestro acento. Si alentamos a Ucrania, lo hacemos en silencio, desde un costado.
¿Qué vamos a hacer con nuestros recuerdos, con las sagas familiares, con las viejas ideas exaltadas acerca de nuestro lugar en el “proceso histórico” (como decían los marxistas)? Puesto que es imposible anular el pasado, solo nos queda reprimirlo o desidealizarlo en aras del presente y del futuro. Todo depende ahora del resultado de la guerra. Si Ucrania vence y el régimen de Putin cae, tal vez Rusia pueda rehabilitarse algún día, como en su momento lo hizo Alemania.
Será una tarea que deberá llevar adelante cada persona decente dentro y fuera de Rusia cuando llegue el momento. Pero incluso si se produce la esperada victoria ucraniana, no habrá un regreso al pasado, al tiempo en que Rusia era una civilización única. Esa Rusia, real o imaginaria, murió el 24 de febrero del 2022. Alcemos la copa en señal de duelo.
Anastasia Edel es la autora de “Putin’s Playground: Empire, Revolution, and the New Tsar”.
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