
¿En qué momento se jodió Costa Rica? Como en la literatura del fallecido escritor peruano, Mario Vargas Llosa, esta pregunta es retórica. No existe un “pecado original” que haya desatado todas las calamidades.
Más lacónicos que la humana propensión al drama, los problemas nacionales son estudiados por las universidades desde siempre y las propuestas de solución son sabidas y variadas.
La traba está en ese otro dominio donde la distinción de la verdad de cada cosa, y más todavía, de las relaciones entre las cosas, se pierde de vista a discreción, esto es, dependiendo de la voluntad o la conveniencia de individuos y de grupos. Se trata del ámbito de la política o en lo que ha sido convertida.
La pregunta sería, más bien, ¿cuándo se decidió, en Tiquicia, cruzar la raya de la presunción de inocencia, o de la determinación de que un hecho es verdadero o falso porque puede demostrarse así, para, por el contrario, escogerse la verdad o la falsedad de las cosas?
Un ejemplo de esto ocurrió durante la cita de Rodrigo Chaves en la comisión del Congreso que investiga el caso del contrato del BCIE, el cual otorgó una donación no reembolsable a la Presidencia para su uso discrecional.
Allí (en el corte 1:25:07 de la grabación realizada por la Asamblea Legislativa), la defensa de Chaves hace un comentario “entre paréntesis”, en su argumentación, para decir: “el abogado de Bulgarelli, que curiosamente es el abogado de Leonel Baruch, digo, nada más, como un elemento de pura, pura, pura coincidencia…”.
De inmediato, traté de dilucidar cuáles serían las implicaciones que, según el razonamiento del defensor, deberíamos sacar de ese dato que lo entusiasmaba, es decir, de que Baruch y Bulgarelli tuvieran el mismo abogado.
Lo único que sabemos verdadero en cuanto a Baruch es que el chavismo lo “acusó” de ser codueño de uno de los bancos a los que recurren los partidos políticos para financiar sus campañas –todo dentro de la legalidad–; que posee un medio de comunicación digital independiente al que, por lo tanto, el chavismo detesta, y que fue “denunciado” por el Ministerio de Hacienda, cuyo exministro es hoy candidato a diputado oficialista al primer lugar por San José, por algo sobre lo que nunca se presentaron pruebas, ni se llevó a juicio, ni se demostró, porque se basó en una publicación de TikTok. Por esto, (Nogui Acosta) fue condenado por la Sala Constitucional.
Me pregunté, entonces, si la coincidencia que llamaba la atención del defensor de Chaves sería que Baruch y Bulgarelli comparten la letra B al comienzo de sus apellidos y si el abogado de ambos –de quien no sé ni el nombre–, también la tendría en el suyo. ¿O, quizás, ese jurista se especializa en defender a hombres cuyos apellidos comiencen con B?
Mmm, frío, frío, me dije.
¿Sería que a los tres les gustaba almorzar en el mismo restaurante? ¿O cortarse el pelo en la misma barbería? ¿O aplaudían al mismo equipo deportivo? Etcétera.
Pero, ninguna de estas opciones proporcionaba información que ayudara a comprender la importancia del dato.
En fin, un poco aburrida ya, llegué a la conclusión de que podía perder mucho de mi valioso tiempo especulando sobre las razones del comentario, pues podían ser infinitas.
Para mi desgracia, las palabras del defensor me hicieron recordar que el abogado de Chaves es, también “por pura, pura, pura coincidencia”, el mismo de los acusados de lavar de dinero del narcotráfico en el Caso Fénix; que, hasta hace poco, lo había sido de los empresarios y funcionarios acusados de corrupción en el Caso La Trocha, y que, además, defendía casos de hombres acusados de femicidio.
De inmediato, mi cerebro se vio tentado a repetir el proceso de preguntas. ¿Qué implicaciones se debían inferir de estas puras, puras, puras coincidencias?
Comprenderán que me resistí a seguir con el asunto, porque, con solo esos datos, sería muy difícil llegar a cualquier certeza. Así es que, nuevamente, preferí invertir mi ocio de un modo más dignificante.
Destruir la confianza
Pero mi memoria no me dejó en paz. Fue inevitable recordar que, sobre todo después de la pandemia, un atropellado sentido de urgencia parecía haberse apoderado de las personas, pues, en las redes sociales se puso de moda, sobre todo en las discusiones políticas, arrojar acusaciones seguidas de la frase: “no tengo pruebas, pero tampoco tengo dudas”. Como si añadirla después de hacer afirmaciones temerarias, las anulara.
También recordé cómo las figuras más representativas de este gobierno se encargaban de enseñar –o de hacer aparecer legítima y legal a los ojos de sus seguidores– la práctica de acusar a distintas personas e instituciones –fuesen ciertos dueños de medios de comunicación (“prensa canalla”), la contralora, el Poder Judicial, periodistas, partidos políticos, expresidentes, diputaciones y toda clase de funcionariado público– de corrupción o de lo que su imaginación quisiera, sin respetar la presunción de inocencia, el debido proceso o incluso la independencia de los fallos judiciales cuando la cosa, si la había, ya estaba juzgada.
En otras palabras, recordé ese proceso por el cual este gobierno utilizó la mera especulación, los prejuicios y la difamación para debilitar la distinción entre lo que es verdadero y lo que es falso, la confianza entre las personas y en las instituciones, y con ello, facilitarse su propio ascenso populista y autoritario.
La corrosión de las barreras éticas de contención frente al otro por respeto a la presunción de su inocencia, por el hecho de su dignidad humana o, aunque fuese, por temor al castigo que prescriben las leyes sobre difamación y calumnia, se convirtieron en el sello del chavista. Y sus piruetas lógicas, tan descaradas que parecen infantiles, son una de las principales trabas que retrasan la solución de los problemas actuales.
María Flórez-Estrada Pimentel es doctora en Estudios Sociales y Culturales, socióloga y comunicadora. Twitter @MafloEs.
