Durante el sábado y domingo recién pasados Colombia vivió un intenso “fin de semana electoral”, que reafirmó su vocación democrática, pero también produjo un fuerte revés para el presidente Álvaro Uribe y su proyecto de reforma constitucional. Lo primero, obviamente, es bueno; lo segundo, inquietante. Pero el balance, lejos de conducir al abatimiento, debe dar un nuevo impulso a los esfuerzos por derrotar a la violencia e impulsar al país hacia la paz, la fortaleza institucional y el desarrollo económico.
La primera parte de la jornada democrática se vivió el sábado 25, cuando los colombianos participaron en el segundo referendo de su historia. Uribe convirtió ese ejercicio en una prueba personal, quizá como recurso para que la enorme aceptación de su gestión (de un 75 por ciento) condujera a la participación y apoyo a un conjunto de 15 reformas constitucionales, destinadas, entre otras cosas, a combatir la corrupción, mejorar la administración pública, sanear las finanzas del Estado y reducir la fragmentación política.
Sin embargo, lo inusual del procedimiento, la enorme complejidad y cantidad de temas consultados, la oposición de múltiples sectores organizados (entre ellos la estructura del propio Partido Liberal, de Uribe) y los comicios locales que vendrían al día siguiente, no lograron entusiasmar a los ciudadanos. El resultado fue un abstencionismo tan alto, que impidió alcanzar la votación mínima (25 por ciento) para que la consulta tuviera validez. Así, el referendo colapsó, con inconvenientes consecuencias a mediano plazo para las instituciones colombianas y un indudable y fuerte golpe inmediato para Uribe.
En las elecciones locales del domingo la concurrencia no fue muchísimo mayor que en el referendo –como normalmente ha ocurrido en esos procesos–, pero, por no existir mínimos requeridos de participación, cumplieron con su propósito de renovar las autoridades locales. El triunfo del izquierdista moderado Luis Garzón como alcalde de Bogotá había sido pronosticado, en vista de la división de los liberales. No es, por ello, una sorpresa; tampoco puede considerarse como otra derrota para el Presidente: aunque Garzón ha sido uno de sus críticos, rechaza las opciones violentas y en su nuevo cargo necesitará lidiar con las realidades del poder y trabajar con el Gobierno.
Es improbable que el balance del fin de semana electoral desgaste de forma sensible la popularidad de Uribe, pero su capacidad de maniobra política sí se ha visto seriamente afectada. La buena noticia, sin embargo, es que, a pesar de la insensata y gratuita violencia de la guerrilla, los paramilitares, los narcotraficantes y la mezcla de todos ellos (es decir, de los delincuentes), nuevamente Colombia reafirmó que la democracia es la mejor vía para afrontar desafíos y desarrollar la acción gubernamental.
Que la política democrática, con sus avances y retrocesos, sus ganadores y perdedores, se mantenga como un ejercicio activo es, en sí, esperanzador, y demuestra los enormes recursos institucionales y humanos con que aún cuenta el país para superar su compleja crisis. A la vez, la baja participación popular en ambos procesos, el freno a las reformas, el revés para el presidente Uribe y el riesgo de su debilitamiento configuran un cuadro de complejidad inquietante, frente al cual no solo el Presidente, sino todas las fuerzas políticas, deberían actuar con gran responsabilidad y sentido de nación.
Uribe ha logrado darle al país un nuevo impulso de confianza, dirección y decisión. Mantenerlo no debe ser ni su responsabilidad única ni su éxito individual. Ambos deben compartirlos todos los buenos colombianos, que son mayoría y están en todos los partidos. He aquí una digna y urgente tarea postelectoral.