En distintos círculos académicos, diplomáticos y empresariales, viene sonando con fuerza la idea de que el liderazgo global está pasando de Estados Unidos, país que cede terreno, a una China paciente y decidida que se prepara para ocupar el centro del tablero. Si uno mira el tamaño de la economía china, su influencia comercial y su creciente asertividad geopolítica, a prima facie, la tesis parece tener sentido.
Pero vale la pena detenerse un momento y reflexionar: ¿Estamos realmente ante un cambio de hegemonía al estilo del que protagonizaron Reino Unido y Estados Unidos en el siglo XX? ¿O se trata más bien de un ajuste temporal en el equilibrio global, como el que se vivió en los años ochenta, cuando Japón parecía listo para liderar, pero no llegó a hacerlo?
La historia ayuda a poner las cosas en perspectiva. En su momento, Japón fue visto como el modelo económico por imitar. Su crecimiento sostenido, su innovación tecnológica y su disciplina empresarial despertaban admiración y temor en muchas capitales occidentales. Algunos académicos se adelantaron a declarar que el siglo XXI sería japonés. Sin embargo, tras la euforia vino la corrección, la burbuja inmobiliaria, el estancamiento prolongado y la dificultad para reformar su sistema político, lo cual frenó el impulso inicial.
China, por supuesto, no es Japón. Su tamaño, su peso demográfico y su posición internacional juegan en otras ligas. Sin embargo, China también enfrenta desafíos propios, y no menores. Internamente, debe lidiar con una población que envejece rápidamente luego de décadas de implementar la política de un solo hijo, un mercado laboral que se desacelera especialmente para los jóvenes que salen por millones a buscar empleo sin encontrarlo y niveles de deuda preocupantes en gobiernos locales y sectores como el inmobiliario, en crisis profunda desde hace ya varios años.
El modelo que sostuvo su expansión durante casi 20 años muestra señales claras de agotamiento. A eso se suma un entorno externo más complejo. Las tensiones con Europa se han hecho más visibles y la rivalidad con Estados Unidos dejó de ser solamente comercial para convertirse en estructural. Ya no compiten solo por mercados; compiten por influencia, por reglas, por el mejor sistema político, por visión de mundo.
También se suele olvidar que liderar no es solo producir y exportar. Se trata de asumir responsabilidades sistémicas y ofrecer, cuando menos, un grado mínimo de estabilidad. Y ahí China aún no convence del todo a muchos. Su sistema político y económico sigue siendo opaco, con nula tolerancia al disenso y con una narrativa que muchos en Occidente aún ven con recelo. La proyección internacional del país es fuerte en materia comercial, pero su capacidad para inspirar sigue siendo limitada.
En lo financiero, el yuan está lejos de acercarse a monedas como el euro y la libra, ni hablemos de suplantar al dólar. En tecnología, aunque han dado saltos enormes, existe todavía una gran interdependencia de insumos estratégicos. Y en lo institucional, sus intentos por establecer alternativas al orden vigente, como la Iniciativa de la Franja y la Ruta o el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura, todavía no logran consolidarse como verdaderos pilares del orden económico global.
Entonces, ¿estamos ante el declive hegemónico estadounidense que innumerables académicos y expertos pronostican desde hace más de 50 años? Todo parece indicar que no. Estados Unidos, aun con todos sus problemas internos, sigue teniendo un sistema institucional robusto, universidades que marcan pauta en el pensamiento global, liderando los ránquines globales. Incluso la hija del chairman Xi estudió en Harvard y no en la Universidad de Pekín. Estados Unidos sigue siendo el hogar de empresas líderes en innovación. En materia cultural, sigue siendo aspiracional para millones que intentan migrar. Por eso, más que una sustitución, lo que parece estar ocurriendo es un reacomodo.
Para que China asuma un rol hegemónico, no basta con ser potencia económica. Verlo de esa forma sería un tanto simplista, parecido a como lo hicieron quienes señalaron que Japón sería el nuevo líder global.
Para ser la superpotencia, se requiere tener un profundo poder relacional y, más importante aún, estructural. Y eso, por ahora, sigue siendo una tarea pendiente para Pekín. ¿El siglo XXI será chino? Difícil decirlo.
El mundo atraviesa una etapa de transición cargada de incertidumbre y de preguntas que aún no tienen respuesta. Empero, si tomamos las palabras del chairman Xi al pie de la letra, su posición es clara y directa.
Xi ha dicho en múltiples foros, incluyendo en las Naciones Unidas, que “China nunca buscará hegemonía, expansionismos, ni esferas de influencia”. Aunque estas manifestaciones del líder chino se escuchan con desconfianza en Occidente, esa visión está bien alineada con la evidencia empírica fácilmente comprobable al revisar el desarrollo histórico chino hasta la fecha.
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José Pablo Rodríguez es experto en Comercio Internacional y Relaciones Gubernamentales. Actualmente, es árbitro y mediador en la Comisión de Arbitraje Económico y Comercial de Shanghái y en la Corte Internacional de Arbitraje Comercial de Shenzhen.
