Seis horas de labor de la Policía de Tránsito, entre la noche del sábado y la madrugada del domingo, el fin de semana pasado, resultaron muy productivas: se multó a 562 conductores, hombres y mujeres, por sobrepasar el nivel máximo de alcohol en la sangre o, menos eufemísticamente, por conducir en estado de ebriedad, esto es, por convertirse en un peligro público. Nuestros cementerios y hospitales son los mejores testigos de esta enraizada cultura del guaro, cuya larga secuela social son la orfandad, la viudez, las pérdidas económicas y la desintegración familiar.
En solo seis horas, unos cuantos operativos, en 10 lugares estratégicos, a cargo de 148 oficiales, en Escazú, San Pedro de Montes de Oca, Heredia y la vía de circunvalación del sur de San José elevaron las multas a ¢11,2 millones. El mercado es enorme. Es decir, si estos controles se multiplicaran, estos montos se elevarían considerablemente y si el Tránsito, con más equipo y recursos, pudiese aplicar la ley, de manera sistemática, en buena parte de las infracciones, que representan el espectáculo diario bochornoso en calles y avenidas, no solo percibiría altos ingresos, lo cual no sería lo más fructífero, sino que comenzaría a modificar la mentalidad y la ética de los conductores. Esto es lo que cuenta. En este orden, en Costa Rica reina la más amplia impunidad desde hace mucho tiempo. Año con año, sobre todo después de las Navidades y la Semana Santa, se publican las estadísticas de rigor sobre el número de muertos y de accidentes de tránsito, y se las compara con las de años anteriores para extraer de allí las conclusiones pertinentes. Sin embargo, después de este ejercicio estadístico y periodístico, nada cambia. La caravana de la muerte y de las lesiones prosigue su desfile interminable. El Estado costarricense no ha entendido lo elemental: sin sanciones rigurosas y sostenidas en el tiempo continuará la tragedia vial. El incumplimiento de un deber básico ha sido flagrante. Hace algunas semanas, el gobierno francés dio a conocer los resultados positivos de la represión policíaca en este campo. El descenso de accidentes de tránsito y de muertes fue inmediato. Estos buenos ejemplos deben secundarse.
Merecen, por ello, reconocimiento las autoridades de Tránsito por este esfuerzo contra una de las causas primordiales de los accidentes de tránsito: el consumo de licor. Esperamos que continúe, pese al sacrificio que representa para estos servidores públicos, y que en este empeño se cuente con suficientes recursos y equipo. Esta labor, sin embargo, no se debe detener aquí. El Gobierno debe atacar el abuso del licor en todas sus formas, aunque rinda homenaje a la hipocresía de ser uno de sus principales fabricantes. En primer lugar, debe reformarse la legislación respectiva, aún muy permisiva. Sin sanciones severas esta patología social seguirá adelante. Debe partirse del criterio de que un conductor borracho o sin pleno dominio de sí mismo es un asesino en potencia y que, como tal, está atentando contra el derecho fundamental a la vida y a la salud de las personas, las que lo acompañan, los peatones y otros conductores. En segundo lugar, los municipios deben poner coto a la repartición irresponsable, por negocio, clientelismo político o compadrazgo, y aun contra las normas vigentes, de patentes de licores, cantinas y licoreras, que ya inundan el territorio nacional. En tercer lugar, las autoridades deben hacer cumplir la ley en cuanto al consumo de licor en estos negocios. Aquí comienza la tragedia vial. La cultura del guaro domina a nuestra sociedad y, hasta hoy, el Estado ha sido, además de productor, un irresponsable espectador.