¿Podía ser feliz, en la década de los 80, un minero desempleado de la pequeña localidad de Durham, al norte de Inglaterra?
¿Podía, acaso, siquiera soñar, siendo víctima de las políticas económicas de Margaret Thatcher?
En medio de la desesperanza y las carencias, un jovencito que con más desinterés que temor hace sus primeras armas en el boxeo, por insistencia de su padre (que a la vez heredó la afición y los guantes del abuelo), es el encargado de demostrar que sí era posible.
Que su papá y su hermano, que sufren día a día la lucha del sindicato de mineros, y su abuela, que llora en silencio, y en la evasión de sus propios sueños insatisfechos, podían ser ciertamente felices.
El muchacho abandona el cuadrilátero y se entrega al ballet. Y ahí arranca otra vía dolorosa para la familia, que debe encarar la sorpresiva decisión, traicionar el ideal obrero, revivir, en el doloroso recuerdo de lo que ella hubiera resuelto, a la madre desaparecida.
Billy Elliot , en cartelera en estos días, es una de esas escasas películas que logran conmover genuinamente, sin melodrama ni artificialidad.
Uno no puede dejar de sentir el abatimiento del hogar, que en el invierno sacrifica el piano para poder calentarse; la reivindicación laboral que nunca llega, el entorno amargo de un pueblo que se lo juega todo en una sola partida. Un abanico de emociones que sacuden con intensidad.
Pero la luz al final del túnel llega en forma de cisne, para demostrar que la vida siempre vale la pena vivirla. Y que el golpe real, el único, que lanza Billy Elliot, es el que más agradecemos.