En América Latina, con frecuencia se confunde el ejercicio de la autoridad con el abuso del poder. Y en buena parte es herencia de los liberales que, obsesionados por la idea del progreso, vincularon a este con un "orden" a sangre y fuego.
En nombre de un fin, el Estado emplea la represión y la persecución contra todo lo que estima inconveniente: motivos políticos, delincuencia o conflictos socioeconómicos.
Por lo anterior, las versiones sobre maltratos de algunos policías contra menores desamparados en las calles de nuestro país no deben tomarse a la ligera, tienen que ser investigadas por la Defensoría de los Habitantes y otras entidades.
De ninguna manera se pueden tolerar irrespetos a los derechos humanos por parte de funcionarios que han recibido del Estado y la sociedad la función de velar por la seguridad, el orden y el cumplimiento de las leyes, pero no un cheque en blanco para ejercer la violencia (muchos menos para matar).
Sin pretender reproducir una imagen idílica, que tanto daño nos hace, es verdad que Costa Rica ha hecho grandes avances en cuanto a la salvaguarda de los derechos y garantías de su gente, mas tampoco debemos cerrar los ojos a excesos que han salpicado a nuestros cuerpos policiales.
Empero, no confundamos la mesura con la debilidad. Hay ocasiones en que la violación de los intereses generales por parte de una persona o grupo de presión como ocurrió hace un mes con los bloqueos contra la revisión técnica de vehículos obliga al Estado a usar la fuerza contra los que han recurrido a ella sin razón legal ni moral.
Las advertencias del presidente Pacheco y del ministro Ramos de sancionar a quienes procedan arbitrariamente, nos alientan. En este terreno tiene que haber cero tolerancia.