No hace mucho tiempo, a propósito de la pesadilla de la violencia doméstica, decía que nada me llamaba más la atención que la preocupación de muchos varones por "demostrar" quién mandaba en el hogar, lo cual representa la prueba irrefutable de la inseguridad que viven esas personas.
Esa conducta es propia e hija de una cultura en la que se le ha enseñado a él, desde chiquito, que es centro y prioridad en la familia; que las hermanas deben obedecerle y servirle, como lo hace mamá con papá.
Pero, indudablemente, el mayor daño que se ha infligido a la población masculina es que durante décadas y décadas se le ha enseñado a ser macho: manda, exige y demuestra su poder subyugando a la mujer. Es decir, una pauta de comportamiento que en nada se diferencia del semental que establece su dominio sobre una manada de hembras, con la diferencia de que el cuadrúpedo no las agrede.
Ahora hay proyectos en marcha para impulsar una nueva masculinidad, tras conocerse estudios sobre los daños a la personalidad que tal conducta inflige a los propios varones.
Y es que, en tanto aprendamos a valorar integralmente nuestras relaciones con ellas, a entender nuestro papel y el suyo, es muy probable que las grotescas historias de irrespeto y maltrato en los hogares sean menos.
En esa tarea, la primera escuela para forjar un nuevo hombre es el hogar. Ejemplos como el don Gilberto Quesada Mora (vea reportaje publicado anteayer en la Revista Dominical) o el que me inculcó mi madre ("usted no deja de ser hombre porque me ayude en los oficios...") son la mejor luz para que distingamos entre hombre y macho.