Encontrar niños para adopción en países desarrollados es casi imposible; en los del tercer mundo, abundan. La razón es simple: la pobreza extrema produce, entre otras tragedias, el abandono de miles de niños, en su mayoría no deseados por sus progenitores, quienes no pueden suministrarles los medios básicos para su desarrollo: afecto, alimentación, techo, vestido, salud, educación y sano esparcimiento. La adopción ofrece un balance entre dos hechos: la necesidad de tantos niños abandonados de tener una familia y la de las parejas estériles de tener hijos. La sociedad también se beneficia pues, en primer lugar, se les ofrece mejores condiciones de vida a multitud de menores. A la vez, se disminuye el número de niños que se convertirán en drogadictos o antisociales, y el de aquellos cuyo cuidado y manutención estarían a cargo del Estado. Lo ideal es que cada niño que nace viva en buenas condiciones junto a sus padres biológicos, mas la realidad es otra, y la adopción constituye la mejor opción. Las opciones son una vida de privaciones, la calle o la institucionalización.
Regulación, no prohibir. La finalidad de la adopción es buscar padres para un niño y no un niño para unos padres. Sin embargo, esta idea practicada a ultranza puede dejar a muchos niños sin padres. Lo preponderante es velar por el mejor interés del niño, y oponerse terminantemente a las adopciones privadas para proteger ese interés puede más bien convertirse en un perjuicio. Por eso vale la pena preguntarse cuál es en cada caso ese mejor interés. Por ejemplo, es lo más deseable que todo niño permanezca en su país de origen; pero, si en otro país se le ofrecen mejores oportunidades y condiciones de vida, el concepto de mejor interés se relativiza.
Considero que la solución para proteger a los menores de ser objeto de lucro y de abuso o de ser depositados en manos no aptas para darles las condiciones que necesitan y merecen no es prohibir la vía directa de adopción, sino regular todos los posibles mecanismos. Por una postura inflexible en ese sentido, muchos niños pasan años en albergues, viendo esfumarse la ilusión de tener una familia. Por otra parte, la diferencia entre recibir un recién nacido por entrega directa de su madre, o recogerlo años después desnutrido o apaleado, de la calle o del hospital, para institucionalizarlo, es muy grande: en el primer caso se le ahorran al pequeño traumas imborrables.
Algunas opciones. Seguramente existen muchas formas de garantizar el interés de los menores adoptados privadamente; por ahora podemos explorar algunas: A) Establecer como requisito obligatorio para los abogados dedicados a las adopciones directas, recibir un curso de capacitación a cargo del PANI sobre los aspectos fundamentales en ese tipo de diligencias y las condiciones que deben reunir las familias adoptantes, que el abogado estaría obligado a verificar y demostrar, con la correspondiente responsabilidad por incumplimiento.
El PANI levantaría un registro de los abogados acreditados, a disposición de los jueces de la materia y de todo interesado. B) Establecer una tabla (distinta de la general ya vigente) que fije el rango de los honorarios de estos abogados para evitar los altísimos cobros tan cuestionables y antiéticos, que además limitan las posibilidades de adopción de muchos niños pues muchas parejas no pueden costearlos. C) Darle seguimiento al desarrollo del menor, como se hace con las adopciones gestionadas por el PANI, mediante un convenio entre el abogado, el PANI y una institución del ramo en el país de los padres adoptivos. D) Las llamadas casas cuna, en vez de operar clandestinamente, deberían ser supervisadas por el PANI o por alguna ONG autorizada expresamente para eso, y esos gastos serían sufragados por los adoptantes. Estas y otras medidas similares pueden reducir el tráfico de niños y hacer una diferencia determinante en las vidas de decenas de pequeños abandonados.