No solo llegan de la ciudad; también vienen de lejos. Campesinos, jefes y vendedores, ingenieros, estudiantes, madres e hijos.
Todos parte de un pueblo que esquivó la sola idea de la visita.
El estruendo del equipo de enfermería los hace ver la luz a las 6 a.m. La mayoría no forcejea, uno tras otro camina al lado de las 50 camas que tiene cada uno de los 12 pabellones del centro Chapuí.
No se adueñan de cuartos privados; esquizofrénicos, bipolares, psicóticos y depresivos conviven igual. Recién abren ojos, se someten a un chequeo general y quienes puedan bañarse, lo hacen solos, quienes no, reciben ayuda.
Desayunan a las 7 a.m. (“¡ojo con las dietas!”) y, en lo que resta de la mañana, toman sus medicamentos, asisten a talleres de Hospital Diurno o a citas médicas.
El almuerzo llega antes del medio día, toman café a las 3 p.m. y cenan escasas dos horas después, no importa si aún no oscurece.
Siguen bailes, charlas, karaoke o televisión y, como la hora del sueño no admite excusa ni excepción, todos a la cama a las 8 p.m.
Una vez por semana, se reúnen con el psiquiatra del pabellón y dan pruebas de evolución o retroceso.
Ese mismo psiquiatra se encarga de las terapias con familias, en las que explica a parientes del enfermo los síntomas y el cuidado que deben darle una vez que salga.
Pero no solo eso; el doctor también ‘olfatea’ e intenta prevenir el ingreso de un nuevo usuario.
“Del seno de la familia de un paciente, salen futuros pacientes”, explicó Gloria Salazar, psiquiatra.
Realidad. Desde hace 10 años prohibieron camisas de fuerza. Sí hay un cuarto de aislamiento por pabellón, y sí, los amarran a las camas pero solo en casos críticos, para frenar caóticas salidas de control.
Esas medidas no pueden durar más de 24 horas y son frecuentes; la mitad de quienes ingresan al Hospital Psiquiátrico serán aislados en algún momento de su estancia.
Todo es acrílico, nada de vidrio. Quedan prohibidos objetos punzocortantes, rasuradoras, agujas, celulares, “¡jamás un cigarrillo!”.
Bienvenidos a conservar zapatos, cepillos de dientes y utensilios similares que parezcan “seguros”.
Hombres y mujeres tocan por igual las puertas del Psiquiátrico, aunque por motivos distintos: ellas entran más por trastornos afectivos (depresión, intentos de suicidio) y ellos, por trastornos mayores como esquizofrenia y psicosis.
Una altísima malla gris separa pabellones de hombres y mujeres adultos; ellos tienen contacto solo en la misa del domingo a las 9 a.m. (en la iglesia del hospital), y en las giras a Puntarenas que realizan más o menos una vez al año.
Los dos sexos solo ‘se mezclan’ en el pabellón de adultos mayores y en el de niños y adolescentes.
¿Upe? Con el pretexto de mirar, salen y van al encuentro de quien será su visitante. Crucen dedos; que no se trate de un abogado con disfraz, que ande tras sus firmas.
Así es. Abogados, a causa de un tremendo historial, tienen impedimento de entrada al Chapuí.
“Solo entran con permiso especial, porque vienen y sacan firmas a los pacientes para quitarles fincas o casas. Esto es muy frecuente”, dijo, indignado, Álvaro Hernández, jefe de servicios médicos y rehabilitación del centro.
Normalmente, quienes no son fanáticos de hacer visita son los familiares de los internados. Con tal de motivarlos, el hospital les abre puertas desde las 10 a.m. hasta las 5 p.m. y, aún así, cuesta.