
Despunta un día soleado en el centro de San José. Es el primer miércoles de agosto y la brisa es suave, el sol es dorado y pocas nubes se vislumbran en el horizonte. El trópico es bondadoso con la capital.
El día no solo es bueno y hermoso para quienes caminan y ruedan por las calles josefinas. A 9.400 metros de altura, un aeroplano salido de otro tiempo sobrevuela la ciudad.
Es un Boeing B-29 Superfortress, un avión bombardero de cuatro motores –dos en cada ala– de hélices que lo impulsan en su vuelo sobre el Valle Central. Desde 1960 no se producen aviones como este; 3.970 se llegaron a ensamblar.
Este avión en particular lleva dos palabras –ocho letras– negras pintadas en la nariz, sobre el costado izquierdo de la nave. Las dos palabras forman un nombre, el de la madre del piloto: Enola Gay. El piloto de la nave se llama Paul; tiene 30 años y vivirá hasta los 92: Paul se convertirá en un hombre longevo.
Paul Tibbets también cree que es un día radiante, presto para pasar las horas sentado en el Parque Morazán, en la Plaza de la Cultura o, sobre todo, en el Parque Central. Así se los hace saber a sus superiores, aunque utiliza otras palabras, todas en inglés: Cloud cover less than 3/10th at all altitudes. Advice: bomb primary.
Si Tibbets hablara la lengua que utilizan las personas que caminan, conversan y viven bajo el avión que ahora mismo pilota, habría dicho algo así: “Nubosidad cubre menos de un 30% en todas las altitudes. Consejo: prioridad bomba”.
Las palabras de Tibbets son aprobadas por sus superiores. A las 8:09 de la mañana, Tibbets toma rumbo al centro de San José. Seis minutos más tarde, el Enola Gay abre las compuertas y deja caer su cargamento, precisamente sobre el Parque Central.
Transcurrirán 44 segundos antes de que la bomba, bautizada como Little Boy por el Ejército de los Estados Unidos, estalle sobre la capital de Costa Rica. Es precisamente la misma bomba que destrozó la ciudad de Hiroshima, en Japón, hace 70 años exactos. La misma bomba que se aseguró un lugar en las páginas más negras de la historia de la humanidad: el primer ataque nuclear jamás realizado.
Liittle Boy , aquella obra maestra y macabra, cae, revienta y destruye a San José.
La bomba digital
El 2015 ha sido un año de efemérides bélicas, casi todas ellas relacionadas con el final de la Segunda Guerra Mundial, en cuenta el septuagésimo aniversario del único ataque nuclear en la historia de la humanidad: el 6 y 9 de agosto de 1945, Little Boy y Fat Man destruyeron, en cuestión de segundos, las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki –en su orden respectivo– y pusieron fin al mayor conflicto militar en la historia de la humanidad.
Junto a un alud de homenajes y publicaciones al respecto, la fascinación por el fatídico evento ha despertado también el morbo: ¿qué pasaría si una de esas bombas estallara, hoy mismo, en cualquier otro punto del planeta? ¿Nueva York? ¿Londres? ¿Berlín? ¿Moscú?
¿San José de Costa Rica?
Internet se ha copado de aplicaciones y sitios web –algunos más efectivos y detallados que otros– que simulan el efecto destructor de los bombardeos de hace 70 años: Little Boy y su impacto de 15 kilotones; Fat Man , 20 kilotones. También, es posible experimentar con armamentos más poderosos, lo que no deja de ser inquietante: ¿cuánto daño podría causar, por ejemplo, B-83, la mayor bomba que posee el ejército estadounidense, cuya capacidad es de 1.2 megatones o 75 veces la que destruyó Hiroshima?
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¿Qué pasaría si el ejército ruso dejara caer sobre Costa Rica a Tsar Bomba, la más poderosa jamás detonada, con un poder de 50 megatones o 3.800 veces Hiroshima?
San José en ruinas
El Enola Gay se aleja a toda prisa del centro de San José.
Viajará 18 kilómetros en dirección contraria antes de sentir las ondas de choque por el impacto de la bomba: para entonces, la aeronave estará cerca de Cartago.
Tras de sí, habrá dejado una estela de destrucción absoluta.
El radio de la bola de fuego causada por el estallido de la bomba se extenderáhasta unos 230 metros; absolutamente todo lo que se encuentra dentro de esa área se evapora y desaparece para siempre: no quedan ni migajas del Parque Central ni de la Catedral de San José ni del Teatro Melico Salazar. Es imposible sobrevivir.
El alcance de la ráfaga de aire que procede inmediatamente después de la detonación es considerablemente más extenso: en casi un kilómetro a la redonda, los edificios se desploman y el índice de mortalidad es casi absoluto: solo un milagro podría salvarle la vida a quien transitara por allí. La Iglesia de La Merced, el Parque Morazán y la terminal de buses de Lumaca dejan de existir para siempre.
La radiación de tercer grado, que produce quemaduras en la piel similares a las causada por el contacto directo con el fuego, se extiende hasta Plaza Víquez, el Paseo Colón, la Estación al Atlántico y barrio Tournón. Es aquí donde la bomba deja de ser efectiva y pasa a ser cruel: un 90% de los afectados fallece, pero morir deja de ser una cuestión inmediata para volverse un doloroso padecimiento que se extenderá durante semanas.
El viento, que antes soplaba plácido, ahora es un arma biológica: la radiación se extiende hacia el oeste, contaminando a su paso, y de forma irreversible, a seres humanos, flora y fauna.
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La catástrofe asciende a 68.000 víctimas mortales; los heridos son, aproximadamente, 108.000.
Ya a una distancia prudente, los compañeros que viajan con Paul Tibbets a bordo del Enola Gay comenzarán a sentir el mismo dolor y arrepentimiento que sintieron hace 70 años, cuando dejaron caer a Little Boy sobre Hiroshima y finalizaron, con mayor o menor crudeza, la vida de por lo menos 70.000 personas.
El coronel Tibbets, en cambio, no sentirá pesar alguno. Dirá lo mismo que dijo sobre su misión en aires japoneses; lo mismo que sostuvo hasta el final de sus días: “Duermo tranquilo todas las noches. Solo estaba cumpliendo con mi deber”.
