Jovel Álvarez, costarricense de 21 años, estudia periodismo en la Ciudad de México desde hace tres. Ha colaborado como entrevistador, articulista y reportero para medios como Rolling Stone. Así vivió el terremoto del martes 19 de setiembre y sus dolorosas secuelas.
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“Soy de prensa señor, necesito pasar”.
“No señor, la prensa ya no tiene derecho a relevo”, me respondió altanero un elemento de Protección Civil en las cercanías del colegio Enrique Rébsamen. Pese a todo, seguían viéndonos como sus enemigos.
Mi misión era llegar al pequeño restaurante en el que habíamos montado dos días antes un centro de prensa improvisado y guardar el lugar para los colegas.
Vi entonces que un grupo de cocineros había llevado desayuno para los rescatistas de la “zona cero”, ese lugar de tragedia que había quedado restringido para reporteros.
Era la oportunidad perfecta: me acerqué como voluntario. Me dieron una bandeja de aluminio y un casco naranja. Emprendí mi camino con el propósito firme de llegar al restaurante y volver a mi menester.
Ya sin rastro visible de mi ser periodístico, llegué al primer punto de acceso. Me dejaron pasar de inmediato.
Seguí caminando por zonas que el día anterior soñábamos con pisar, pero que el gobierno había vetado para la prensa.
Caminé lento y cauto por esa calle herida. De repente me encontré frente al colegio Rébsamen y un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Era peor de lo que imaginaba. Quedé helado en la esquina de aquella escena dantesca, armado únicamente con la bandeja de comida y unas manos temblorosas.
Avancé ofreciendo los platos. Aquellos huevos revueltos con jamón, frijoles arreglados y arroz, se enfriaban ante el rechazo de los militares. Era como si recibir un plato no fuera digno de quienes tenían solo un propósito: salvar vidas.
La caminata me llevó a las ruinas de una casa frente al colegio, donde había un grupo numeroso de militares descansando. Ahí estaba yo, sirviendo a aquellos héroes y heroínas que llevaban por dentro hombres y mujeres devastadas, que formaban parte de una ciudad arrodillada.
Para mí, como para tantos otros, la mañana de aquel sábado no era más que la prolongación enfermiza de un interminable 19 de setiembre que inexplicablemente se negaba a dejarnos en paz.
El día y la noche
Llegué al colegio Rébsamen el miércoles por la mañana. Comenzamos de inmediato con la labor informativa de un rescate que tenía en vilo al país desde hacía algunas horas. Nos habían dicho que se trataba de una niña, su nombre era desconocido y el contacto con ella lo estableció un rescatista que le pidió mover la mano, y ella la movió. La historia suponía la esperanza de un México fracturado un día antes por la furia de la naturaleza.
De inmediato nos dimos cuenta de una seña particular: los puños en alto. De adentro hacia afuera del colegio y como ola gigante, los puños se alzaban para pedir silencio absoluto cada vez que lograban establecer contacto con alguna persona bajo los escombros. O eso nos decían.
Cada vez que las manos se alzaban, una duda nos recorría el pensamiento: “¿lograrán sacarla?”.
Solo lográbamos imaginar la locura que generaría en los presentes aquel utópico rescate.
La imagen pasaría a la historia: una niña saliendo de las entrañas de la tierra, renaciendo a una vida que sería leyenda en adelante.
La información que fluía era poca, inconstante y contradictoria, así que nos tocaba esperar a que llegara una confirmación oficial para difundirla. Rescatistas, médicos, policías y militares, salían a pedir desesperados indumentaria médica muy específica (insulina, adrenalina, tanques de oxígeno, fentil, mantas térmicas, suero, solución salina mixta, y hasta neurocirujanos y traumatólogos llegaron a solicitar), así como herramientas de trabajo necesarias para la remoción de escombros y el apuntalamiento de la estructura (seguetas, gatos hidráulicos, vigas de hierro y madera, brocas, rotomartillos, láminas metálicas y otros artefactos).
Los medios hacíamos eco de esas solicitudes, y en máximo cinco minutos llegaban a manos de los policías todo lo que pedían. Era la solidaridad en su máxima expresión.
Esa tarde, mientras atendía la llamada de la reconocida perdiodista Carmen Aristegui, pidieron silencio nuevamente. Los puños estaban en alto y nosotros hablábamos en voz baja y tapándonos la boca. De repente, estalló el júbilo, escuchamos gritar “¡la rescataron!”, y justo eso informamos.
Los medios que estábamos en ese punto, a una cuadra del lugar y sin visión alguna del colegio anunciamos lo que nos decían emocionados los presentes entre lágrimas, abrazos y gritos de “¡viva México!”. Corrí a un televisor encendido y vi que la imagen del colegio permanecía inmóvil. Dije entonces que no teníamos confirmación visual de lo que pregonaban los rescatistas.
Pasaron los minutos y se descartó que aquello hubiese sucedido, señal inequívoca de un caos informativo que estaba por desatarse.
En un punto avanzado de esa noche, llegaron a preguntarnos entre gritos por los familiares de Frida Sofía Ledezma, quienes no aparecían. En la sala de prensa improvisada, resonaba la duda de cómo los padres de una niña soterrada no estaban en el lugar de la tragedia. Algo pintaba mal.
La violencia y los gritos de los rescatistas hacia la prensa llegaron al punto de “confirmarnos” que la niña había salido y que necesitaban con urgencia a sus padres o su tía. En la sala nos emocionamos, pero tomamos con cautela esa información dado el error colectivo que cometimos al informar sobre su rescate esa misma tarde.
La violencia con que los rescatistas nos reclamaban por no informar sobre su rescate, nos hacía pensar que podía ser cierto, pero no nos atrevimos a informar nada hasta que no llegara una autoridad a dar fe de lo ocurrido.
Cerca de la medianoche apareció Aurelio Nuño, secretario de educación pública, quien descartó que la niña hubiese sido rescatada, pero confirmó su existencia. Dijo no tener certeza de su nombre, pero para evitar confusiones “la seguiremos llamando Frida Sofía”, afirmó el político.
A la mañana siguiente, un grupo de madres indignadas llegaron al lugar a decir a los medios que ya se conocía el paradero de todos los niños del Rébsamen: estaban en sus casas, hospitalizados o muertos. Todos habían sido ubicados.
Afirmaban que la Frida Sofía que ocupaba las primeras planas de todos los periódicos de ese jueves, no existía.
Poco después la Marina confirmó que la niña Frida, nunca existió. Era un shock emocional que el país no se merecía.
Recuerdo con particular conmoción y admiración las palabras de Denise Maerker ese día: “si inventaron información, la inventaron ellos”. La conductora estelar de Televisa junto a Carlos Loret de Mola, pedían cuentas al gobierno por esa infamia en la que caímos todos.
Aquello fue un teatro macabro con el que un autor anónimo jugó sucio a los reporteros que dedicamos nuestra tinta y nuestras oraciones a la vida y el rescate de una niña atrapada.
Informamos lo que las autoridades comentaban como verdad, pero nos tenían cubriendo una mentira.
La condensa
El sábado, al llegar por primera vez al edificio derrumbado en la calle de Álvaro Obregón, me presentaron a Jorge Ramos. El reportero mexicano informaba de una tragedia en la ciudad de su infancia. Al saludarlo, no pude decirle nada. Solo pude percibir una comunión de sentimientos encontrados ante la dolorosa imagen de ese edificio desplomado.
Jorge era, para mí, la imagen de ese capitalino que ve su ciudad fracturada, y sufre la impotencia de no poder levantarla con sus manos.
Que un terremoto suceda, es algo que podemos enfrentar con el dolor que conlleva, pero que este terremoto se diera justamente el 19 de setiembre fue el azar más cruel para un pueblo que no olvida la tragedia vivida en 1985.
Esa noche, llegó a nuestro punto de trabajo una familia con ollas de comida preparada. En cuanto tuvieron listos los contenedores para ir a repartirlos, la periodista María Antonieta Collins se puso en pie y se ofreció para ir a dar comida a los rescatistas. Tres reporteros más la acompañamos, y nuevamente se nos abrieron más accesos como voluntarios que como periodistas.
Estábamos en un control de seguridad justo frente al edificio, cuando llegó a nosotros el grotesco olor de la muerte, que nos había perdonado en las jornadas anteriores, pero que ahora golpeaba sin clemencia. Eran los cuerpos que se descomponían bajo los escombros, sin poder ser extraídos.
Del otro lado de la calle, en tiendas de campaña y toldos viejos, dormían los familiares de quienes trabajaban en el edificio caído, esperando noticias que confirmaran el rescate o deceso de los suyos. El olor crispaba la piel y arrebataba la esperanza.
Sigo vivo
Mientras escribo estas líneas me encuentro en la esquina de las calles de Oaxaca y Salamanca. Frente a mí veo el edificio desplomado de Álvaro Obregón 286.
Es la segunda hora de esta tarde de setiembre en que finalmente he podido reunir el valor de unir una palabra con otra para escribir este texto.
Veo el cielo azul y pienso en lo bonita que habría podido ser esta tarde.
De repente son las tres, y me parece mentira que la última hora haya volado como lo hizo. Es un reflejo de lo que hemos vivido en estos días. El tiempo no existe para los reporteros.
Ahora son las cuatro, y me doy cuenta de que nunca podré volver a La Condesa sin pensar que “el edificio que estaba aquí, se cayó en el 17”.
El viento sopla con fuerza y me recuerda esas hermosas tardes de diciembre y enero que en La Agonía de Alajuela, o en el Parque de La Sabana, tanto me gustaba contemplar. Era la época en que el sueño de ser reportero crecía y no imaginaba las lecciones que habría de aprender en este setiembre del 17, de la forma más dolorosa.
Mientras intento reponerme del impacto emocional de esta tragedia, de mi casa llegan mensajes sobre asuntos que en mi cabeza ya no existían: “córtese el pelo”, me pide mi papá. “Vaya a misa”, es lo que recomienda mi madre. Ellos no entienden, como no han entendido tantos, que el momento para eso llegará dentro de poco, pero por ahora la realidad me exige trabajar.
El día del terremoto me encontraba en un piso 13. Subimos a la azotea, pues en el simulacro que se había realizado dos horas antes nos dijeron que, en caso de derrumbe, era más fácil que nos rescataran si estábamos en los pisos superiores. Al subir, siendo sacudidos con violencia por esa naturaleza caprichosa, vi sobre la Roma y la Condesa una nube de polvo que nos daba certeza de los desplomes.
Hoy sé que esas nubes se llevaron consigo cientos de vidas.
Me pregunto por qué me toco estar aquí, en una ciudad cuya esencia de nobleza afloró finalmente en medio del dolor.
Para rescatistas, militares, familiares y periodistas, nunca faltó comida, porque las almas generosas de cientos de miles llegaron a las escenas de tragedia en la ciudad y en los estados para dar alimento a quienes ahí nos encontrábamos.
Gratis. Siempre gratis.
Las cadenas humanas en los centros de acopio eran tan largas que debían prescindir de voluntarios, pues eran simplemente demasiados.
México no es el mismo.
Mientras escribo este texto agradezco haber salido ileso físicamente del siniestro. Aunque por dentro, la historia es otra.