
La tarde del jueves 7 de marzo estaba frente al computador, cuando vino el apagón. Era extraño en Caracas. Muy frecuente en otros estados, pero no en la capital. Tengo poco más de 15 días de estar incapacitado en nuestro apartamento y guardando reposo de una operación que me hice, aquí mismo en Caracas, donde vivo desde hace 3 años y medio.
Ya caía la tarde y llegaba la noche. La primera señal de que a la ciudad le pasaba algo era el caos del tráfico, por la ausencia de los semáforos, aquí abajo en la primera transversal de Los Palos Grandes, un sector de la ciudad de clase media alta.
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Había que prepararse para la llegada de la noche. En la segunda gaveta del mueble de la cocina tenemos candelas de colores, incienso, velitas y un “yesquero”, como le dicen aquí a los encendedores. No hay fósforos porque cuesta mucho conseguirlos. En ese momento no sabía que la sección de olores para las noches románticas se convertiría en el tesoro de la luz.
En la primera noche gastamos muchas candelas porque pensábamos que ya vendría la energía. Como mi pareja salía temprano y llegaba tarde de su trabajo y yo no podía darme el lujo, recién operado, de bajar y subir 10 pisos por las gradas y caminar hasta un supermercado a comprarlas, entonces opté por reciclar y fabricar mis propias candelas.

Sin ver YouTube, porque no había Internet, tomé toda la parafina endurecida de las candelas usadas y las puse a derretir en baño maría. ¿Con qué hago la mecha?, me pregunté. En eso vi el palo de piso, entonces corté una hebra, la unté de parafina y la aseguré en un extremo con una latita. Busqué un molde de plástico, coloqué la mecha y chorrié la parafina caliente. Dejé enfriar y me quedó una hermosa candela multicolor, hecha en casa. La probé y como funcionó, hice otras.

Mi fiel compañía fue un pequeño radio de baterías donde al menos escuchaba todas las emisoras del gobierno y una independiente, que lograban transmitir con ayuda de plantas generadoras. Unas atribuían el apagón a un ataque cibernético del imperialismo y la otra a la falta de mantenimiento del sistema eléctrico, ya advertido desde hacía años. Mis baterías recargables aguantaron hasta el sábado, la última noche fue en total incomunicación porque también me quedé sin batería en mi celular que, por algunos segundos al día, se podía conectar para mandar y recibir mensajes.
Debajo de mi edificio hay una gasolinera. Desde la terraza podía ver largas filas de vehículos y desesperados conductores esperando poder llenar el tanque. Gente a pie cargando sus “potes” de agua que traían desde el Ávila, una montaña imponente que está frente a la ciudad y miles de personas caminando como hormigas, hacia sus casas, por la avenida Francisco de Miranda ya que el Metro que transporta diariamente a más de 2 millones de personas, no estaba funcionando. En fin, una vuelta a la era primitiva.

A propósito. El fuego fue vital para poder cocinar. ¡Bueno!, el fuego que brota del gas metano de la cocina. Eso fue lo único que no falló. Pude cocinar diariamente y compartir la sopa con los vigilantes del edificio que esos sí estaban “pelados”.
Después del tercer día, la refri se convirtió en el corazón de la casa. La terrible señal de alarma fue un charquito de agua en el piso. La puerta de la izquierda, la que congela, esa ni se tocaba para mantener el frío. La de la derecha ya estaba a temperatura ambiente. Con temor abrí, toqué los paquetes que semana a semana hago para congelar. La carne estaba dura, el pescado durito todavía, pero el pollo ya suave. Opté por sacarlo y cocinarlo todo. Si la luz no llegaba al día siguiente tenía que hacer lo mismo con la carne y el pescado. Ya la desesperación amenazaba.
Había cargado decenas de recipientes con agua. En la cocina puse tres para lavar los platos, uno en el baño y otro más grande en la ducha, aunque sea para lavarse lo principal. Pero el guardián subió a darnos la peor noticia. El tanque subterráneo y el tanque de la azotea se habían quedado sin gota de agua. Eso sí asusta. Con lo que habíamos recogido teníamos agua solamente para dos días más.
El domingo a las 8 p. m. vino la luz. Corrí a cargar el celular, el foco, las pilas del radio y la computadora. Más tarde se conectó el Internet y al día siguiente llegó el agua por media hora. ¡Eso fue maravilloso! Me sentía muy básico, alegrándome porque había agua y porque había luz. Como los ancestros cuando vieron el fuego.
Con esa alegría terminé las 65 horas sin saber cuándo finalizará esta crisis que todavía mantiene algunas ciudades sin electricidad. Todavía hay largas filas en las gasolineras, gente buscando agua y la comida de cada día. Y todos con el temor, como la espada de Damocles, que en cualquier momento se vuelva a ir la luz.