
Símbolo claro de esta amargura, el presidente afgano Hamid Karzai reconoció en una entrevista con la BBC que su gobierno y sus aliados de la OTAN habían “fracasado” en dar seguridad a su pueblo durante estos diez años.
El 7 de octubre de 2001, menos de un mes después de los atentados del 11 de setiembre en Estados Unidos, la aviación estadounidense comenzó a bombardear Afganistán después del rechazo del Régimen Talibán de entregar al jefe de al-Qaeda, Osama bin-Laden.
Apenas unas semanas bastaron a la coalición occidental para derrocar a los talibanes.
Diez años después, esta guerra, una de las más largas de la historia de EE. UU., incluso más prolongada que la ocupación soviética de los 80, se fue transformando en un atolladero cada vez más sangriento. La OTAN, que tiene previsto retirar sus tropas de combate del país de aquí a fines del 2014, aún busca una salida honorable de este conflicto que, según la Universidad estadounidense de Brown, ya dejó un saldo de unos 34.000 muertos y en el que solo EE. UU. ha gastado al menos $444.000 millones.
Responsables afganos anunciaron un refuerzo de las medidas de seguridad en la capital Kabul, recientemente blanco de varios ataques rebeldes que pusieron de manifiesto la fragilidad del Gobierno, sostenido por 140.000 soldados de la OTAN.