Buenos Aires y Georgetown. DPA. Hace 30 años dieron la vuelta al mundo imágenes espantosas de al menos 923 mujeres, hombres y niños muertos en Jonestown, el asentamiento de la secta Templo del Pueblo, en Guyana.
Madres con sus hijos en brazos, los hombres abrazados a sus esposas, todos muertos. Casi todos murieron atrozmente, tras haber bebido limonada envenenada con cianuro. A los bebés se les inyectó el líquido venenoso en la boca. Fue uno de los peores casos de suicidio colectivo y masacre en la historia conocida de la humanidad.
“Si no nos dejan vivir en paz, al menos queremos morir en paz”, había proclamado con voz lánguida y dolorida el carismático fundador de la secta Templo del Pueblo, Jim Jones, al dirigirse a sus adeptos. “La muerte solamente es el tránsito a otro nivel”, les prometió a su gente en un intento de disipar la duda y el miedo ante el fin cercano.
Sin embargo, es dudoso que todas las víctimas escogieran voluntariamente la muerte aquel 18 de noviembre de 1978. Varios supervivientes relataron más tarde que alrededor del centro de reuniones del asentamiento agrícola en la selva de Guyana se habían apostado vigilantes armados. Numerosos miembros de la secta tenían heridas de bala.
Lo que al principio parecía ser un suicidio colectivo inducido por un delirio religioso resultó ser más bien, según los supervivientes, una masacre. “Simplemente nos mataron”, dice, por ejemplo, Tim Carter, un exmiembro de la secta, en la película Jonestown, de Stanley Nelson. Por lo menos no hay duda de que los aproximadamente 250 bebés, niños y jóvenes muertos fueron asesinados.
“Esto no es un suicidio, sino un acto revolucionario”, juró Jones, que solía ocultar su cara tras unas gafas oscuras, ante sus seguidores. Estos lo habían seguido desde Estados Unidos hasta la selva del país suramericano, donde, según la incoherente doctrina de salvación de su líder, se convertiría en realidad el paraíso en la Tierra. Sin embargo, el sueño de una igualdad racial, justicia social y un trato lleno de amor entre la gente acabó en una catástrofe.
Un superviviente dijo: “Eso no fue una revolución, sino una pérdida sin ningún sentido”.