Barcelona. El 19 de noviembre del 2002, en un día frío y tormentoso, se hundió en aguas del Atlántico frente a la llamada Costa de la Muerte, en Galicia, el petrolero Prestige (propiedad de un armador griego y bandera de Bahamas), con 77.000 toneladas de fuel en sus bodegas. Hacía una semana que el viejo y desvencijado buque vagaba a la deriva, partido y semihundido. Su edad (26 años), su deplorable estado de conservación y el hecho de tener un solo casco lo transformaban en una bomba flotante. Hasta que, en una tormenta de las que suelen azotar esa costa de nombre fatídico, explotó. El 13 por la mañana se abrió como con un abrelatas, y por la tarde sus dos partes descendieron durante más de dos horas hasta posarse en el fondo del mar.
El gobierno español se apresuró a aventurar que en las bajísimas temperaturas del fondo marino, el petróleo que llenaba las bodegas del buque se solidificaría. Todo estaba bajo control, dijeron.
No había pasado un día cuando una espesa mancha del carburante se comenzó a esparcir por la superficie del mar, sobre el sitio donde se había hundido el petrolero Prestige.
La maldición negra
Desde entonces, día a día, el fuel –una sustancia pesada y viscosa con la consistencia de la plastilina que en Galicia se conoce como chapapote– no dejó de esparcirse como una maldición sobre las playas y los pueblos de la costa gallega. A veces se diluye en un barro pringoso que se adhiere a las piedras, otras se quiebra en “galletas” que se rebozan en arena o se pegan a las plantas y algas del fondo marino.
Oleadas de petróleo ya llegan a las costas de Asturias, Cantabria, el País Vasco, e incluso a playas de Francia.
Sin ayuda de las autoridades, sin información y sin saber bien qué hacer, los primeros días los marineros de Galicia salieron a la mar a parar el petróleo con redes, barreras y remedios caseros. Otros bajaron a las playas con baldes y palas. Pocos medios y mucho chapapote.
Esas son las claves del desastre del Prestige en Galicia: una tragedia que está lejos de haber pasado y que sigue afectando los principales recursos y fuentes de ingreso de una zona empobrecida. Hoy los expertos calculan que se necesitarán 1.000 millones de euros (unos $1.100 millones) para limpiar el mar y las costas. Y que el combustible seguirá saliendo de las grietas en el casco del buque hundido durante seis años.
Numerosos analistas políticos españoles coinciden en que el caso del Prestige no solo es la catástrofe ecológica más grave de la historia de España, sino que, en términos políticos, es la crisis más seria que afronta el Partido Popular de José María Aznar desde que asumió el gobierno en 1996.
La soberbia, los errores y las mentiras del gobierno agravaron la crisis para los gallegos, y bajaron considerablemente los niveles de apoyo a la administración Aznar entre los ciudadanos.
No pasa día en que no se denuncie desde los medios de comunicación que el gobierno del PP ha vuelto a modales autoritarios y gestos propios de los tiempos del dictador Francisco Franco. No en vano, el fundador del Partido Popular de José María Aznar, y para más datos todavía Presidente de la región autónoma de Galicia, donde ocurrió el desastre, es el veterano Manuel Fraga Iribarne, antiguo ministro de Turismo y Propaganda de Franco. Apenas hundido el Prestige, Fraga partió de cacería a Toledo.
Después de intentar sin éxito ocultar la gravedad del problema y de invocar a un comité de expertos que (según declaraciones de los mismos científicos) nunca fue consultado, el gobierno decidió contraatacar: acusó a la oposición de deslealtad y falta de patriotismo por haber criticado la gestión de la crisis. Por último, Aznar y sus ministros se negaron a nombrar una comisión legislativa para estudiar la cuestión, y usaron la mayoría absoluta para evitar afrontar las preguntas de la oposición en el Parlamento.
Mientras tanto, el desastre del Prestige despertó la solidaridad de los españoles. Miles de voluntarios –sobre todo jóvenes estudiantes– viajan a Galicia para dar una mano. En los noticieros de televisión expresan cada noche su orgullo y también su frustración por la falta de equipos, herramientas y un plan para combatir el chapapote.
Casi un mes después del principio del desastre, el gobierno movilizó al ejército para ayudar en las tareas de limpieza. Un pequeño submarino, el Nautile, baja cuando el tiempo lo permite a tapar las viejas grietas en el barco hundido, mientras se abren nuevas grietas y las cámaras del submarino muestran los hilos de fuel que sin pausa suben y suben. A su vez, los marineros (y marineras) siguen tejiendo enormes redes artesanales que parecen lanzas endebles con que atacar molinos de viento.
En el resto de España se escucha la voz de intelectuales gallegos comprometidos, como los escritores Manuel Rivas y Suso de Toro, cumpliendo una labor de remover las conciencias.
Un grupo civil, la plataforma Nunca Mais, organizó en Santiago de Compostela a finales de año una manifestación a la que acudió uno de cada 10 gallegos, exigiendo soluciones y responsabilidades. El gobierno contraatacó acusando a Nunca Mais de desviar fondos de donaciones al sostenimiento de la misma plataforma en vez de emplearlo todo para los marineros afectados.
Contraataque en dos frentes
En las últimas semanas, consciente de su desgaste político por el ya llamado escándalo del Prestige, el gobierno ha decidido atacar en otros frentes: volver a sus viejos temas de seguridad, orden, dureza de penas a los delincuentes y mayor fuerza contra la banda terrorista ETA.
Pero la mezcla de imprevisión, errores graves, mentiras y soberbia que desnudó el Prestige perseguirá al Partido Popular en las elecciones municipales de mayo y las nacionales del año próximo. Y mientras los políticos se pelean, los gallegos siguen mirando con desesperación cómo cada nueva marea les llena las costas y el alma de chapapote.