El jefe delega autoridad en el colaborador, para que haga algunas cosas. Esto entraña el riesgo de que el colaborador meta la pata a nombre del jefe. Como la responsabilidad no se delega, el jefe es responsable de esa metedura de pata. Hay dos funciones del jefe que son críticas. La de elegir al colaborador. Si no lo escoge bien, está creándose una vulnerabilidad. Y también es crítica la supervisión. Si lo deja suelto, no verifica los resultados, confía en que todo está marchando bien, está asumiendo un riesgo.
Supervisar no es estar mirando por encima del hombro del colaborador. Es tener claros algunos criterios de lo que es un buen trabajo. Y saber ubicar en el tiempo su verificación. De poco sirve saber que el queque lleva una libra de harina y pretender verificar eso cuando ya está en el horno. Si alguna etapa del proceso es crítica, el jefe querrá saber cuándo se va a iniciar, tal vez para rechequear con su colaborador si tiene claros los pasos que hay que dar y las normas que hay que seguir. Si el jefe no se entera de cuándo se inicia esa etapa crítica, bien puede ser que la buena intención del colaborador lo lleve a cometer errores irreversibles. Hay circunstancias en las cuales la iniciativa es perniciosa. Hay errores que no tienen consecuencias importantes o que se pueden corregir en las etapas siguientes. Otros comprometen el futuro del proceso. Cuando el jefe se entera de los primeros, su actitud puede ser distinta a cuanto se entera de los segundos. Entonces podría tener la tentación de seguir adelante. Pero debe tener el valor de borrar, deshacer, retroceder. En la arena movediza, lo peor es intentar caminar. El banquero sabe cuándo no poner más dinero para salvar un crédito. La costurera cuándo ya no vale la pena poner un remiendo. Y todos hemos sido advertidos del peligro de echar vino nuevo en odres viejos.
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