Quizás como un resultado de la excesiva polarización que padecen, o de una pueril definición de lo que significan, en las democracias modernas se ha extendido la creencia errónea que todo puede resolverse mediante la aplicación directa de la regla de la mayoría.
Es decir, que el utilizar mecanismos de voto de las y los ciudadanos o de las partes interesadas es el mecanismo ideal para dirimir cualquier diferencia o para tomar cualquier decisión.
Sobra decir que esta sobresimplificación de lo que significa el sistema democrático o de los mecanismos para elegir colectivamente entre opciones o alternativas puede terminar haciendo un flaco favor a la convivencia social y, sobre todo, terminar implicando riesgos elevados para el respeto de las minorías o de colectivos, los cuales, aunque mayoritarios, entren en estos procesos en condiciones de vulnerabilidad o con asimetrías fuertes en términos de poder.
El primer error, hoy estrategia frecuente entre los liderazgos populistas y sedientos de concentrar poder, es asimilar un triunfo electoral –una de las aplicaciones usuales de la regla de la mayoría– con una especie de patente de corso que legitimaría o permitiría cualquier tipo de política pública o transformación institucional a quien resulte electo.
Sobra decir que esta interpretación, en el mejor de los casos, infantil, o tremendamente manipuladora, en el peor de ellos, de lo que significa la convivencia democrática es inapropiada.
Los sistemas democráticos son mucho más que elecciones periódicas implican, en su concepción moderna, fundamentalmente dos elementos, un conjunto de pesos y contrapesos institucionales que evitan la concentración indebida de poder y, además, un marco de protección de los derechos y las libertades de las personas y ciudadanías frente a los potenciales abusos de quienes poseen poder.
También es común el pensar que los mecanismos de democracia directa –como los referendos o los plebiscitos– pueden usarse en cualquier caso o para legitimar cualquier decisión.
Además de la obvia limitación que implica el tomar decisiones sobre temas complejos de manera dicotómica –es decir, o se está de acuerdo o en contra– y de los problemas de información y semánticos que pueden surgir al momento de determinar la forma en que se formula la pregunta que se somete a votación, hay elementos mucho más cruciales que hacen que sea necesario limitar o excluir muchos temas de estos mecanismos.
Esta exclusión no es, como algunos políticos manipuladores suelen argumentar, formas de limitar arbitrariamente la capacidad de elegir de las ciudadanías, sino mecanismos que impiden que los intereses individuales se impongan sobre intereses colectivos, que las mayorías puedan limitar, o, incluso, eliminar libertades y derechos de minorías o de otros grupos que, aunque numerosos o incluso mayoritarios sean vulnerables.
Estas son las razones, por ejemplo, por la que no se someten a referendo temas tributarios o las transferencias de naturaleza presupuestaria (como las pensiones o el gasto social), pues el interés del votante procurando reducir su carga impositiva podría desfinanciar o eliminar programas y presupuestos gubernamentales que beneficien colectivamente (los típicos bienes públicos), o que contribuyan al bienestar de otros grupos.
Y, por supuesto, la razón por la que no se deben someter a referendo el limitar, eliminar o, incluso, expandir los derechos de personas o ciudadanías, pues las mayorías –azuzadas por liderazgos inescrupulosos que hoy, con mucha frecuencia, usan estos temas con el fin de polarizar y llevar agua a sus molinos– podrían tomar decisiones que perjudiquen a minorías o, incluso, mayorías vulnerables.
Esta semana la decisión del Partido Liberación Nacional de apoyar la vía rápida legislativa al proyecto de reformas laborales que permitiría jornadas de 12 horas en ciertas actividades –iniciativa ya de por sí cuestionable– ejemplifica, tristemente, como el mal diseño o la indefinición política conducen a otro ejemplo del mal uso de la regla de la mayoría.
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La propuesta liberacionista pretende que los trabajadores de las empresas que deseen implementar el nuevo esquema de jornadas de 12 horas voten si están de acuerdo o no con ellas.
Esta es una ocurrencia desafortunada, primero porque obvia el hecho de que son las empresas las que definen, de acuerdo con la técnica y su búsqueda de rentabilidad, la forma en que organizan sus actividades productivas, correspondiéndole al Estado, a través del marco legal e institucional, que al hacerlo no pasen por encima de los derechos laborales, pero no creando otros criterios para definir este importante aspecto.
Además, como si esto no fuera suficiente, crea toda una serie de preocupaciones adicionales, como el asegurar que los trabajadores y las trabajadoras puedan tomar esa decisión de manera informada y sobre todo libre de coacción o coerción de cualquier tipo, o que, aunque tomada por una mayoría, la decisión termine afectando las oportunidades o los derechos de otros grupos de trabajadores (supóngase el caso de una fuerza de trabajo mayoritariamente masculina que adopta por mayoría el esquema de 12 horas sin considerar las barreras de acceso y las dificultades que dicha decisión “democrática” podría implicar para las mujeres o los trabajadores que votaron en contra).
Mejor actuaría Liberación Nacional definiendo su posición más concretamente en torno a cómo asegurar que flexibilizaciones de las regulaciones laborales como la que se pretende con este proyecto no signifiquen un deterioro de las remuneraciones de las personas trabajadoras o de sus derechos laborales y, particularmente, no terminen constituyendo mecanismos que, aunque útiles para la rentabilidad de las actividades productivas, terminen deteriorando el acceso al mercado laboral de porciones significativas y, sobre todo vulnerables, de la población.
