Todo comenzó con una pelotita en el cuello. Fue hace dos años –poco más, poco menos– cuando esa pelotita, que había aparecido tiempo atrás en el cuello de Gaudy Monge, como una isla a la mitad del océano, se hizo imposible de ignorar. Crecía más cada día, lenta pero sin pausa, todas las semanas, todos los segundos, sin razón aparente ni explicación manifiesta. Peor aun: la pelotita pronto encontró hermanas, otras protuberancias que aparecieron en el cuerpo de la chica.
Todas crecían, incluso –o tal vez sea más apropiado decir “especialmente”– las que Gaudy no sabía que tenía. La muchacha decidió hacer lo que los carteles en las oficinas médicas dicen que no hagamos pero que, a fin de cuentas, es tal vez la reacción natural de cualquier ser humano: ignoró el problema. Lo dejó pasar. Dio tiempo al tiempo. Y su vida ya nunca fue la misma.
Las islas desconocidas, las pelotitas en el cuerpo de Gaudy, pronto comenzaron a lastimarla. El dolor fue el empujón necesario para que, finalmente, Gaudy se convenciera de que debía acudir a una consulta médica.
Ultrasonidos, biopsias. Así comienza siempre. Bien lo sabemos quienes hemos estado ahí, al lado de un familiar o un amigo a quien lo consume, lento o veloz, uno de los grandes verdugos de la humanidad: el cáncer.
Dos semanas después, Gaudy y sus padres recibieron los resultados de la biopsia. “Al principio no sabía de qué me estaban hablando”, relata la muchacha.
No es de extrañar. El linfoma de Hodgkin no es fácil de explicar, aunque este es un intento: es un tipo de cáncer que produce un agrandamiento del tejido linfático –que abarca, entre otros, el bazo, la médula ósea y el timo–, lo que puede ocasionar presión sobre algunas estructuras del organismo y puede extenderse casi a cualquier parte del cuerpo, incluso el hígado y los pulmones.
No se acaba ahí: el linfoma es capaz de encontrar origen en casi cualquier punto del cuerpo, aunque sus zonas favoritas son el tórax, las axilas y, como en el caso de Gaudy, el cuello. Del cuello, o de más abajo, de más adentro, le brotaron las palabras que siempre acompañan un dictamen médico poco alentador: “¿Por qué a mí?”.
Se lo preguntó durante las primeras sesiones de quimioterapia. Se lo preguntó cuando sus cabellos comenzaron a desprenderse en picada de su cabeza, cuando debía correr al baño urgida por las náuseas. Se lo preguntó cuando, algún tiempo después de que las pelotitas comenzaran a bajar, el linfoma atacó de nuevo.
Ante esta nueva embestida de la enfermedad, el médico recomendó un contrataque más drástico: un autotrasplante de médula. Era necesario, sí, aunque implicaría que Gaudy y su familia, quienes viven en Guápiles, deberían trasladarse a San José constantemente.
Necesitaban una casa. Necesitaban un hogar.
La semilla
Todo nació con una idea.
Giancarlo tenía ocho años cuando su salud comenzó a debilitarse. Constantemente sentía fiebres y padecía resfríos. Su madre, Mariechen, decidió llevarlo al médico y ahí recibieron la noticia: el niño tenía leucemia. Tres años de extenso tratamiento, seguidos de citas periódicas, marcaron los siguientes años de Giancarlo, quien parecía haber derrotado a la enfermedad.
A los 15 años, sin embargo, el muchacho sufrió una recaída y, un año exacto después de que le diagnosticaran que la enfermedad había regresado a su organismo, Giancarlo falleció.
Antes de eso hubo trasplantes, visitas a médicos privados y a hospitales: una carrera contra reloj que, pese a todos los esfuerzos, el muchacho no pudo ganar.
En vida, cuando menos. Porque durante su lucha contra la enfermedad fue, precisamente, que Giancarlo tuvo una idea. Recuerda su madre que en sus visitas a los hospitales, su hijo conoció a muchísimos pacientes –la mayoría de ellos, de escasos recursos económicos– que venían de zonas alejadas a recibir terapia y no tenían dónde quedarse.
Así, Giancarlo fundó los cimientos sobre los que se asentaría su obra, una a la que da nombre –Giancarlo Malavassi Lachner: Giámala– aunque nunca llegó a verla en vida.
Del 1 al 100
A finales de octubre del 2009, el legado de Giacarlo abrió sus puertas: una casa a pocas cuadras del Paseo Colón –es decir, en un punto estratégico, cercano a varios hospitales importantes de San José–, preparada para dar techo y recibir a jóvenes que vinieran de zonas fuera de la capital para recibir tratamiento médico.
El primero en llegar fue Steven, un muchacho turrialbeño de 21 años que recibió un trasplante de médula. Steven vivió en las calles y tuvo una vida complicada. La enfermedad, sin embargo, lo transformó. En Giámala lo recuerdan con cariño. Durante su tiempo en la casa, el muchacho recibió una única visita de su padre.
El resto del tiempo estuvo solo.
Fue la voluntad de los colaboradores de Giámala lo que le permitió mantenerse con fuerzas hasta el día en que ya su cuerpo no dio más.
No ha sido el único paciente que han perdido. Sin embargo, la fundación mantiene siempre un mensaje de op- timismo, algo que se evidencia incluso en los espacios físicos de la casa, diseñados para servir de alivio contra la atmósfera más bien lúgubre y fría de los hospitales y las clínicas. Los hospitales son lugares de derrota; la casa –y, en general, el trabajo de la fundación– es de victoria.
“El ser humano no quiere sentir más dolor del necesario. Giámala quiere ser lo opuesto a eso. El dolor es íntimo, pero lo superamos entre todos”, cuenta Lachner.
Transformar-sanar
Explica Lachner que el logo actual de la fundación es una piedra llamada celestina, un mineral de apariencia tosca en la superficie pero que, por dentro, está llena de rayos luminosos. La celestina sufre una metamorfosis: pasa de lo áspero a lo delicado. “Es la misma transformación que vivimos todos quienes pasamos por aquí: voluntarios, pacientes, colaboradores. Es imposible tocar Giámala sin sentir un cambio”.
Ese cambio lo sintió Steven y lo sintió Gaudy. Lo sintió un centenar de muchachos que, en la Casa Giámala, han encontrado un hogar y una familia que los ha apoyado para sobrellevar una enfermedad que a veces parece imbatible.
Antes que ellos, lo sintió un joven que quiso dejar a su paso un legado de ayuda y bienestar. Ese legado hoy lleva su nombre.