El diccionario académico ha otorgado su cédula de ciudadanía lingüística, su mayoría de edad léxica, a la expresión premio gordo, o simplemente gordo: “m. coloq. Lote o premio mayor de la lotería pública, y especialmente el correspondiente a la de Navidad”.
Naturalmente, gordo seguirá siendo también el apodo cariñoso, y a veces burlesco, que dedicamos a quien mimó en demasía su libreta de ahorros calóricos; o el dedo primero y más grueso de la mano (llamado propiamente pulgar por su propensión asesina contra los molestos dípteros saltarines); o la parte sebácea de la carne vacuna (hábilmente escondida por el carnicero del súper bajo el suculento tasajo); o el pez que no es pez, sino un tipo importante y famoso…
Pero en Navidad, el gordo es solamente el gordo: el premio mayor de la lotería, el de la fila interminable de ceros, el causante paradójico de nerviosos insomnios y de sueños de ilusión y fantasía; el que irrumpirá de pronto en nuestras vidas para hacernos millonarios de la noche al día y transformará el bus nuestro de cada mañana (o nuestra anciana cacharpa, que pasa más tiempo en el taller que en la cochera) en un Mercedes reluciente, y nuestra modesta casa del INVU (con todo y bono) en una mansión como la de Julio Iglesias…
Lotería proviene, según Corominas, en último término, del francés lot ( loterie ), “parte que toca a cada uno en un reparto”. Cruel y sarcástica etimología. El gordo, pese a su volumen y su retahíla de ceros, no se reparte. Usted y yo y casi todo el mundo tendremos que esperar un nuevo sueño, una nueva Navidad y una nueva lotería. Mi padre solía decir en estas ocasiones: “La suerte está entre otro y yo, pero siempre es el otro el que le pega al gordo”.