El 1.° de marzo de 1896, el científico francés Henri Becquerel descubrió la radiactividad espontánea en su laboratorio. Pasados 58 años, la catástrofe causada por las pruebas nucleares de EE. UU. probó que, de vez en cuando, la ciencia también da pasos en falso.
Aunque ya se habían usado bombas atómicas para los ataques a Hiroshima y Nagasaki al final de la Segunda Guerra Mundial, Washington siguió probando armas de este tipo entre 1946 y 1951.
Sin embargo, los experimentos nucleares que inició la Unión Soviética en 1949 incrementaron las tensiones que ya existían entre ambas potencias desde el inicio de la Guerra Fría.
Esto impulsó en EE.UU. el desarrollo de armamento nuclear de alta energía, durante los gobiernos de Harry S. Truman y Dwight D. Eisenhower, que se utilizarían en caso de otro gran enfrentamiento, según la Agencia de Defensa Nuclear estadounidense.
Estructura. Así fue como las pruebas comenzaron con la primera y mayor bomba de hidrógeno detonada por el país norteamericano.
Su nombre era Castle Bravo, y formaba parte de la Operación Castle, programa para desarrollar un arma termonuclear capaz de ser transportada por aire.
El atolón de Bikini, en las Islas Marshall del océano Pacífico, fue donde se dispuso una cabina con un “camarón”, apodo dado a esa bomba diseñada por científicos e ingenieros del Laboratorio Nacional de Los Álamos, en EE. UU.
Ese camarón, de 10.680 kilogramos y 4,5 metros de tamaño, encapsulaba en su carcaza de aluminio un combustible de hidruro de litio enriquecido, y una varilla de plutonio que hizo de mecha.
El hidruro de litio-6 era caro y escaso, por lo que se mezcló con un 60% del hidruro de litio-7, dentro de un envase de uranio.
Encima del envase, una bomba de fisión atómica desencadenaría la potente reacción que, se esperaba, alcanzaría una fuerza aproximada a los seis megatones.
Mal cálculo. Hubo, sin embargo, una suposición errada en el diseño del dispositivo. Esto multiplicó en 2,5 veces la potencia y causó una explosión de 15 megatones.
Esto equivalió a estallar 15 millones de toneladas del explosivo TNT, según la Comisión del Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares (CTPCEN).
Según creían los científicos del laboratorio Los Álamos, solo parte del combustible –el litio-6– reaccionaría por la bomba, y el resto permanecería inerte.
Se equivocaron. A las 6:45 a.m., la detonación de Castle Bravo creó una bola de fuego de casi siete kilómetros de diámetro –la distancia aproximada entre la Universidad de Costa Rica y el parque La Sabana– en solo un segundo.
El cielo alrededor se tiñó de una luz naranja y, tras el primer estruendo, el ambiente se llenó de un silencio ensordecedor.
En los videos del Departamento de Energía de EE.UU. se observa cómo del gran hongo nuclear emerge una ola expansiva: un disco de destrucción que desintegra árboles y derriba las edificaciones a su paso.
La explosión destruyó toda vegetación de las islas, y creó un cráter de dos kilómetros de largo y 76 metros de profundidad.
Efectos adversos. Un clima poco favorable, la decisión de no posponer la prueba, y la falta de planes de evacuación hicieron que el mayor desastre se prolongara a los meses y años siguientes, de acuerdo con la CTPCEN.
Justo 58 años después del descubrimiento de Becquerel, el percance Castle Bravo probaría el verdadero poder destructivo que puede tener la radiación nuclear.
Un peligroso manto radiactivo, similar a la nieve, cubrió un área de 11.000 kilómetros cuadrados, sobre los atolones donde habían sido evacuados los habitantes de Bikini previo a la prueba de Castle Bravo.
Trazas del material radiactivo fueron encontradas en Australia, India, Europa, Japón y EE. UU.
Incluso una embarcación pesquera japonesa, a 145 kilómetros del punto de detonación, resultó altamente contaminada con los desechos radiactivos. Sus tripulantes vendrían a descubrir sus efectos hasta tiempo después.
“No era caliente, no tenía olor. Yo la probé, era arenosa pero no tenía sabor”, dijo a la prensa en ese entonces uno de los pescadores, según el diario Japan Times .
El Instituto Nacional del Cáncer de EE. UU. estima que la lluvia radiactiva causada por la Operación Castle provocó un 1,6% de los tumores en las Islas Marshall, en personas nacidas entre 1948 y 1970.
La radiación absorbida también dio pie a cánceres de tiroides, colon, estómago y leucemia.
“Espero ser la última víctima de una bomba atómica o de hidrógeno”, expresó Aikichi Kuboyama, un operador de la embarcación atunera afectada. Él sería, seis meses después, la primera muerte directa a causa del desafortunado error.