Como muchas de las cosas realmente importantes en la vida, haber encontrado el budismo surgió de un feliz tropiezo. Yo no andaba buscando nada ni medianamente emparentado con cuestiones espirituales. Era bastante feliz siendo agnóstico (dícese de aquel que, en cuestiones de fe y entidades divinas, decide no tomar partido). Con mis pensadores fatalistas bastaba y sobraba. ¿Para qué creer, si tenía a Nietzsche, a Freud, a Sartre? Paradójicamente sentía ser feliz no siéndolo.
El budismo llegó por el cerebro. Me preparaba para iniciar mis estudios en neuropsicología, campo en el que me había internado, hasta ese momento, muy tímidamente, razón por la cual me sentí obligado a estudiarlo de un modo más sistemático. En ese entonces, por diversas vías, descubrimos -mi esposa y yo- algo fascinante: existía una tradición espiritual que proponía el dominio sobre la MENTE como meta a alcanzar. A mí eso me sonaba psicológico y filosófico a la vez, lo cual nos generó gran atracción. Cada nueva investigación sobre los efectos neurológicos -físicos- y emocionales producidos por el ejercicio continuado de la meditación acrecentaban nuestro deseo de investigar. "¿Cómo? ¿Meditar equilibraba cuerpo y mente?", nos preguntábamos. Meditar pasó de ser algo que hacen unos monjes vestidos con exóticos atuendos a un ejercicio psicoemocional.
Ya luego empecé a estudiar neuropsicología (campo de investigación en el que confluyen la psicología y las neurociencias), a la vez que iniciamos nuestra práctica meditativa. En realidad mi esposa meditaba desde hacía años. Era yo el novel en ese campo que tanto nos ha dado. Los efectos eran palpables. El pesimismo dejaba de resultar atractivo. Caí en cuenta que mi pesimismo era producto de una decisión. Si uno podía decidir ser pesimista, ser optimista también tendría que ser posible. Aún y cuando era del tipo de personas que desconfiaba de los optimistas (nada causa más extrañeza que aquello que no se conoce), quise intentar modificar mi visión de mundo. Alejarme un poquito de los ambientes intelectuales -racionales-, hacia espacios más vivenciales, más experimentales. Nos gustaba -nos gusta aún- mucho rodearnos de meditadores. Se sienten tranquilos, satisfechos, genuinos. En paz.
Suficiente de anécdotas... según el budismo no existe sentimiento más alto que la compasión. Todo lo que hacemos, todo lo que pensamos y todo lo que decimos tendría que estar motivado por la compasión que sentimos hacia el resto de seres sintientes (un ser sintiente es todo aquello que cuenta con la capacidad de "sentir"). Por ejemplo, sentir compasión hacia los animalitos no es suficiente (favor no confundir "emoción" con "ternura"). La compasión debe encontrarse presente en cada uno de nuestros actos. Si alguien observó la película "Siete años en el Tíbet" (Brad Pitt) quizás recuerde la escena de los insectos del patio. Ahora. No todo es tan exótico. Una de las partes realmente difíciles de conseguir, si es que se desea vivir una vida enmarcada dentro de esta milenaria tradición, requiere intentar mostrar compasión hacia todos:
- el jefe que nos jode la vida de lunes a viernes
- la vecina que escucha reggaeton los domingos a partir de las 7am
- la expareja que nos hizo enviados a terapia
- el papá que nunca puso atención
- el carajillo que nos "bulleaba" en la niñez, etc.
Pues sí, no es fácil. Los caminos que aspiran a otorgar evolución conciencial, de ser tomados en serio, requieren de un esfuerzo particular. Pecar y rezar no alcanza. Esa es una postura acomodaticia, tibia, sin mayor compromiso. Todo parte de la conciencia, según el budismo. Si se reconoce la importancia del actuar compasivo, lo tendríamos que pensar mejor la próxima vez que vayamos a dañar a alguien (aún y cuando consideremos que lo merezca). Eso es lo jodido con el karma: el saldo que hemos acumulado no caduda. Uno puede ser perdonado por la persona que una vez dañamos. Sin embargo, eso no cambia las cosas. El daño que causamos es nuestra responsabilidad. Acá no hay confesiones ni penitencias. Es causa y efecto. No es un asunto de fe. Es un asunto de física.
La compasión, explicada a la carrera, sería más o menos así: sentir compasión implica, en primer lugar, reconocer que algún ser está sufriendo (la empatía es requisito indispensable). Sé -partimos de esa premisa- que ningún ser desea sufrir. Entonces, busco el modo de extraer a dicho ser de su estado de padecimiento. Algunas veces podré ayudar. Otras no. Solo yo sé, en mi fuero interno, si estoy realmente ayudando a ese ser a dejar de sufrir y si mis motivaciones son loables (todos conocemos a los que "ayudan" para obtener algún beneficio posterior o aquellos que ayudan para ser admirados) . Cada quien sabe cómo va la procesión por dentro. Justo aquí es donde quería llegar. COMPASIÓN NO ES LÁSTIMA.
Sentir lástima no tiene nada de edificante. Cuando algo -o alguien- me genera lástima, en primer lugar estoy creando una diferenciación, una distancia, entre eso -o ese- que sufre y yo. Caigo en el error de considerar que somos seres inconexos el uno del otro. "Pobre tipa... la está pasando remal. Bueno, y contáme, ¿cómo te fue en la fiesta de ayer?". Sentir lástima genera un divorcio entre el ser que sufre y el que observa. Sí me produjo algún sentimiento, pero, acto seguido, me coloco en el lugar del espectador. No interactúo, no participo. Soy un simple observador.
Con la lástima sucede -además- algo terrible. Resulta una poderosa estrategia de manipulación. ¿Cuántas veces habré escuchado en la consulta gente diciendo, "pobrecito, es que viera lo loca que está la suegra, ¿cómo no va a hacer las cosas que hace?", o "ay doc, uno va a esa casa y se da cuenta de la de rollos, más bien mi pareja es la más rescatable"?. O los clásicos "ayer me confesó por qué no puede ser fiel, es que su papá le dio vuelta a su mamá" y/o "viene de una familia de alcohólicos, ahí nadie tiene límites, más bien no está tan terrible que su único vicio sea apostar el salario en el casino".
Sentir compasión no es fácil. No tienen que recordármelo. El que se "brinca el ceda", la gran mayoría de políticos, uno que otro árbitro y el que lo atiende a uno en alguna institución de gobierno son verdaderas pruebas, algunas incluso -al menos para mí- imposibles de aprobar. Sin embargo lo intento. Es que según los budistas la compasión, al ser practicada, crece, florece. ¿Imaginen qué maravilla un mundo en el que la compasión fuera el bien último? La lástima, por otro lado, no le sirve a nadie... o quizás sí. Le sirve a esa persona la cual, acostumbrada a generar dicho efecto, ha hecho de este recurso su tabla de salvación. Primero genera lástima. Luego promete algo que, seguro sí querría lograr, pero no se compromete en modificar. Lástima, tristeza, promesa, decepción, lástima, tristeza, promesa, decepción. Conozco muchas parejas que siguen este patrón.
Ah, se me olvidaba. Aprendí otra cosa del budismo. Tan importante es la compasión como la autocompasión. ¿Estás sufriendo actualmente? ¿Te falta autocompasión o querés generarle lástima a alguien?
P.S.: continúo siendo agnóstico, pero ahora sin pesimismo incluído.
Allan Fernández / 8663-5885 / https://www.facebook.com/psicologoallanfernandez