El taller de Jesús Meléndez tiene todos los elementos para ser una zapatería como cualquier otra. Suelas, cueros, cordones, hilos, cuchillas, tachuelas, hormas, pegamento y, por supuesto, una máquina de coser. Pero no hace falta estar ahí mucho tiempo para darse cuenta de que el local se sale de lo común.
Las suelas y hormas son más grandes, los cordones más largos, los cueros tienen colores encendidos, y las cuchillas, el pegamento y la máquina dan forma a zapatos número 52 que parecen hechos para pies de gigantes.
Los clientes que entran no piden mocasines ni zapatillas. Traen en la cabeza ideas locas que Jesús convierte en realidad sin poner excusas.
Su trabajo da risa, pero eso a él no lo molesta. Más bien le demuestra que sus obras son bien apreciadas y que su prestigio como zapatero de payasos sigue creciendo.
Desde hace 13 años, el conocido Kapirucho confecciona los zapatos para más de 100 payasos en el país. Su singular labor se une a la de artistas y costureras que durante los últimos años han colaborado en la evolución de la payasería en Costa Rica.
Vocación. Jesús Meléndez Sánchez nació hace 47 años en San Salvador. Aprendió a ganarse la vida como mecánico, pero cuando cumplió los 21 se vino para Costa Rica a probar suerte.
Su plan era pasear unos meses en nuestro país, mas el día que quiso emprender el regreso a tierra cuzcatleca, sus familiares lo hicieron pensarlo dos veces.
"Me pidieron que mejor me aguantara un poquito más, porque en El Salvador todavía había muchos problemas por la guerra. Me quedé y cuando me avisaron que podía volver a casa, me estaba yendo tan bien que ya no me quería ir", recuerda.
Tenía apenas unas semanas en Costa Rica cuando se topó con Omar Rosales, un compatriota que iba a buscar trabajo. Lo habían contratado como zapatero en barrio Cristo Rey, pero no conocía bien la dirección, así que Jesús se ofreció como lazarillo.
Cuando llegaron a la casa indicada y tocaron la puerta, la dueña del taller se alegró de que la suerte le hubiera enviado no uno, sino dos zapateros. Sin dejarlos aclarar la confusión, la señora los pasó adelante y les enseñó su futuro lugar de trabajo.
"Como la cosa se ponía seria, tuve que ser sincero y decirle a la señora que no era zapatero, pero que si me dejaba, yo podía aprender el oficio", cuenta Jesús.
Aunque nunca había pensado terminar haciendo zapatos, el oficio lo cautivó. Durante un año aprendió los menesteres de la zapatería y se quedó laborando en el taller de Cristo Rey. Con el tiempo estableció su propio negocio, sin imaginar que esa sería la semilla de la que, hace 13 años, germinaría su singular negocio.
La culpa de todo la tuvo uno de sus clientes, Joel Valverde, el conocido payaso del grupo Los Pirulos. Por esos días, ante la escasez de material de calidad, Joel mandaba a traer su vestimenta de payaso al exterior. Compraban algunas prendas en México y los zapatos se los encargaban a un artesano de El Salvador.
"Mirá, Jesús, vos sos joven, sos muy buen zapatero y salvadoreño, ¿por qué no te ponés a hacer zapatos para payaso?", le dijo.
El artesano pidió prestados unos zapatones y se los llevó a su taller para hacer la prueba. Volvió unos días después con un producto que resultó ser mucho mejor que el importado de su tierra.
Superó el reto con creces y los primeros pares se quedaron en el guardarropa de Los Pirulos , pero no tardarían en llegarle más pedidos de otros artistas.
Hasta la fecha, Jesús ha confeccionado más de mil pares de zapatos para payasos -hombres y mujeres- de Costa Rica y el extranjero. En la gran mayoría de los casos, se trata de diseños únicos, marcados con el sello personal de su creador.
Materia prima. Jesús recibe a sus clientes en su pequeña casa-taller, en San Rafael Abajo de Desamparados. Ahí, sentados en los sillones que el zapatero construyó, los payasos dicen cómo les gustaría su calzado y él va tomando apuntes mientras deja volar la imaginación.
Nunca dibuja nada; todos los bocetos están guardados en su cabeza y saltan a la realidad sobre la mesa de trabajo.
Para darle vida a sus zapatos, rescata materiales que muchas veces van camino al basurero de peleterías, tiendas y almacenes.
Trozos de vinil, cintas de hule y cueros de colores que pocos zapateros se animarían a usar, terminan en su taller cuando sale a comprar materia prima.
"Ya en algunos lugares me tienen pintado . 'Este es el que se lleva la basura', dicen. Paso a las bodegas por materiales en desuso y he topado con suerte. Buscando el cuero dorado, encontré el fucsia y el turquesa. Hasta me han dicho que con mi loquera he puesto de moda colores que antes no se usaban en zapatos comunes", cuenta.
Regresa a casa cargado de hebillas, botones y cuanto objeto curioso llame su atención.
Quedan apilados en algún rincón del taller hasta que el zapatero busca horma y martillo para dar forma a un nuevo pedido.
Gracias a la formación que recibió hace unos años en la Casa del Artista, Jesús logró crear una horma especial que quizá sea la clave de su éxito. Eso sí, pedirle que muestre sus hormas es como rogarle a un mago que revele el secreto de sus trucos.
Puede tardar medio día confeccionando unos zapatones de vinil, y dos días, en un par de cuero. Estos últimos pueden costar ¢35.000, y los de vinil, la mitad.
El trabajo nunca falta; cada mes confecciona unos diez pares para clientes particulares y dos docenas que serán puestas en venta en el almacén El Gallito.
La zapatería cómica se ha convertido en la principal fuente de ingresos de Kapirucho , al punto que ya no recuerda cuándo fue la última vez que hizo unos zapatos comunes y corrientes. Eso sí, en su calendario, los lunes están pintados de color rojo feriado.
"Trabajo toda la semana en el taller y los fines de semana salgo a animar fiestas o a hacer presentaciones; por eso el lunes es día de descanso. Duermo tarde y salgo a pasear. A veces agarro el bus a Puntarenas, almuerzo allá y me regreso", confiesa.
Alma gemela. Regados por los estantes y las paredes del taller de Jesús, hay sombreros de colores, juguetes, guantes, máscaras y narices rojas.
Colgando de un clavo, frente la mesa de trabajo, salta a la vista el retrato de un vagabundo de rizos negros y mirada triste.
Es Kapirucho , el otro yo de Jesús, quien se apodera de su cuerpo los fines de semana y se enfunda los zapatones negros para ir a robar sonrisas.
Lo conoció hace una década, cuando fue a dejarle un encargo a un cliente payaso y lo encontró maquillándose.
"¿Cómo anda de tiempo, mae ?", le preguntó su amigo. "Disponibilidad total", respondió Jesús.
"¿No quiere acompañarme a una presentación?". La pregunta no había terminado y él ya tenía puestas una peluca y una nariz roja. De tanto hacer zapatones, había terminado apasionándose con el oficio de sus clientes.
"La payasería me volvía loco, no había otra cosa en el mundo que quisiera aprender tanto como eso. Ese día me jalé un montón de tortas, pero no me desanimé", recuerda.
Tardó tres años en crear un personaje y encontró en el clásico personaje del payaso vagabundo a un alma gemela algo rebelde.
"Decían que no podía haber un payaso que usara bigote y yo usé el mío como parte del maquillaje. También dijeron que tenía que usar peluca, pero decidí mostrar mi propio cabello y el personaje no pierde nada", recalca.
Cuanto tiempo libre le deja el taller, lo dedica a pulir su rutina y aprender las técnicas de su nuevo oficio. "La payasería es algo que me desestresa, me da vida, y eso no te lo paga ninguna plata en el mundo", confiesa.
Mas no todo es risa en la vida de este payaso. Hace dos años, Jesús se divorció de la mujer con quien estuvo casada 20 años y procreó a tres hijos.
Entonces aprendió a valerse solo. En su casita en Desamparados, cocina, limpia, plancha y hasta construye los muebles en lo que recibe a sus amigos y a don Miguel, su vecino más cercano y, ahora, su "padre adoptivo".
Sin embargo, el golpe más fuerte lo recibió hace un mes: tras recibir una llamada telefónica, regresó a El Salvador para enterrar a su madre.
La visita de varias semanas a su tierra y el reencuentro con sus familiares terminaron aumentando su nostalgia.
"Fue un golpe del que apenas vengo reponiéndome, pero hay que levantarse y seguir alegrando a la gente", reconoce.
Y para eso ha puesto a trabajar al máximo su creatividad. Inventó su propia forma de elaborar sombreros, guantes, máscaras y hasta narices de payaso. También creó dinámicas y juegos para enriquecer las rutinas de sus colegas.
La novedad es "el kapirucho", una especie de barrilete salvadoreño que dio origen a su nombre artístico y que ahora desea introducir al mercado como alternativa para una sana diversión.
Ideas le sobran, y una a una, desgrana sus múltiples "loqueras" sobre la mesa de trabajo donde nacieron los zapatones que llevan diversión a tantos rincones del país.
Quizá, cuando estudiaba mecánica en su natal San Salvador, nunca imaginó que estaría metido en semejantes zapatos, pero son los únicos que podría calzar con su gran corazón de payaso.