El bien de uno es el mal de otro. Que en tiempos más heroicos un monarca inglés ofreciese su reino por un caballo, sonaba plausible; pero nunca se había visto que un rey cambiase la corona por' ¡amor!
Y es que, desde el siglo XI, la monarquía británica ha tenido de todo: reyes feroces y sanguinarios; pervertidos sexuales; tarados; impotentes; derrochadores; libertinos; genios; locos y uno que otro normal. Pese a ese acervo real, la dinastía más longeva de Europa sintió tambalear sus cimientos el 10 de diciembre de 1936, cuando en una emisión radiofónica de la BBC, el rey Eduardo VIII anunció impertérrito que abdicaba a favor del tartamudo de su hermano, el futuro Jorge VI, por amor a Wallis Simpson.
A las puertas de la Segunda Guerra Mundial y mientras los nazis afilaban sus garras, los flemáticos ingleses miraban con estupor cómo una dama divorciada, ronqueta, andrógina, de cara cuadrada, anoréxica, ni fea ni bonita y, para peores, plebeya y norteamericana daba mate al rey.
“Esa mujer”, como despectivamente llamó la Reina Madre de Inglaterra a Wallis, sedujo y puso de hinojos al Príncipe de Gales, quien renunció por ella al reino de Gran Bretaña, Irlanda, los Dominios Británicos de Ultramar y al Imperio de la India. ¡Casi nada!
Eduardo y Wallis pasaron a ser los duques de Windsor pero'ni comieron perdices ni vivieron felices; el príncipe terminó siendo un sapo y ella una trepadora. “Hubo amargura, mezquindad y desolación tras la fría sonrisa de esa mujer que se empeñó en ganarle el juego a la vida”, escribió Anne Sebba en el libro
El rey Jorge V, padre de Eduardo, sufría porque su hijo era un tiro al aire, tan inmaduro que sus amantes lo apodaban Peter Pan o “el hombrecillo” y malgastaba su tiempo entre viajes exóticos, innumerables fiestas y ser el pasto de todas las revistas rosa.
Wallis le hacía segunda. Como una mantis religiosa ya había devorado dos maridos cuando conoció al Príncipe; con el primero –Earl Spencer– vivió un tiempo en China, donde aprendió una serie de acrobacias eróticas para complacer a los hombres.
Un supuesto “Dossier China” revelaba las visitas con Spencer a las casas “sing-song”, lupanares donde los clientes mataban las horas al ritmo de canciones procaces, música y bailes sensuales.
Otros rumores, que Sebba no aclaró, aseguraban que Simpson era hermafrodita. Su confidente y amigo Michael Bloch, quien publicó su correspondencia amorosa, aseguró que Wallis “sufría del Síndrome de Insensibilidad Androgénica (SIA); es decir, era genéticamente hombre pero con un aspecto femenino.
En su diario, el biógrafo real –James Pope-Hennesey– se atrevió a mencionar: “Me sentiría tentado de clasificarla como una mujer americana
Al margen de esa ambiguedad, la noble ocurrencia del heredero de casarse con semejante prospecto hizo que la Casa Real, el Primer Ministro Stanley Baldwin y la prensa se subieran a las paredes. Ese trío decidió defenestrar, con la excusa del imposible matrimonio, al pusilánime de Eduardo, no tanto por sus devaneos amorosos como por sus simpatías con el nazismo.
Los primeros años de Wallis Simpson fueron un cuento de hadas, pero al revés. Sus padres, Teackle Wallis Warfield y Alice Montague, se casaron a escondidas en una cabaña montañosa de Pennsylvania, Estados Unidos, donde nacería su única hija: Bessie Wallis Warfield, el 19 de junio de 1896. Teackle era un debilucho que tuvo la mala idea de morir de tuberculosis, cuando la criatura tenía solo seis meses de edad y la precoz familia quedó desamparada.
Como Alice venía de un hogar acomodado de Baltimore, regresó a la casa materna y ahí vivieron de la caridad de Salomón, el acaudalado hermano del finado Teackle. Pronto el cuñado acosó a la viuda y esta se refugió en un hotel, de donde salió para vivir con su hermana, Bessie, encariñada con la pequeña Wallis, que ya por entonces tenía un carácter fuerte, disimulado bajo un aspecto tímido.
Los detalles de esa infancia desgraciada fueron relatados por Maitre Blum, abogada de Wallis en sus últimos años, en
Años después madre e hija se fueron a un departamento y Alice vivió de alquilar habitaciones y bordar ropa ajena, hasta que se casó en 1908 con John Freeman, un destacado político demócrata.
“La suerte les cambió y la niña fue a una exclusiva escuela donde trabó amistad con las jovencitas aristócratas; vestía impecable, destacaba en los estudios y siempre quiso ser la primera”, recordó Charles Higham, en
Por esos años dejó de ser Bessie para convertirse en Wallis, un nombre con más abolengo y acorde con los sueños que revoloteaban en su cabeza. Tal vez por eso se tornó rebelde, enigmática, a la vez que divertida e ingeniosa.
A los 20 años Wallis tomó el único camino que se le abría a una joven de principios del siglo XX: el matrimonio; sin descartar un adecuado menú de amantes que le proveyeran ciertos caprichos.
Un piloto, Earl Winfield Spencer, encandiló a la muchachita y se casaron en 1915. Cuatro años después se separaron porque Earl era un borrachín, pero volvieron a reincidir y en 1924 se fueron a China, donde Wallis labró una ominosa leyenda en los burdeles de Shanghai.
Ahí aprendió al dedillo las artes amatorias orientales, según Sebba, en una ciudad plagada de rameras, cortesanas, casas de té, callejeras, fumaderos de opio y centros de manicura donde el sexo era el “modus vivendi”.
Pero todo aburre. Dejó tirado al dipsómano de Earl y conoció al millonario naviero Ernest Aldrich Simpson, que en 1928 le envió un telegrama a Cannes – Francia –donde ella estaba de vacaciones y le propuso matrimonio.
Las hadas favorecían de nuevo a Wallis; la pareja se instaló en Londres y en su casa organizó ruidosas fiestas, donde conoció a lo más graneado de la socialité inglesa, entre ellas Lady Furness –Thelma Morgan– a la sazón amante del Príncipe de Gales, un tarambanas que correteaba hasta escobas con faldas.
Parodiando a Mark Twain, Wallis era una yanqui en la corte del Rey Arturo. Y como el zacate siempre crece mejor en la cerca del vecino, al heredero real le chiflaban las mujeres casadas.
El bisnieto de la reina Victoria nació el 23 de junio de 1894, con algo más que un bollo de pan bajo el brazo. Edward Albert Christian George Andrew Patrick David creció rodeado de niñeras en el palacete de Sandringham y desde adolescente gastó fama de rey de corazones, sin importarle un penique los deberes reales.
Tenía 23 años cuando se enamoró de Freda Dudley Ward, casada y con dos hijas; el romance duró cinco años y las cartas amor que este le envió fueron subastadas en Sotheby’s por casi $150 mil. Una vez que acabó el idilio buscó refugio en Lady Furness, cuyo esposo era gran amigo del príncipe y se hacía el tonto.
En una fiesta –en 1935– ella presentó a Wallis con Eduardo.
“Ya desde el inicio de su relación corrían rumores de que era una depredadora sexual”, contó Sebba. El príncipe la colmó de joyas, pieles, vestuarios y viajes; lo que parecía un capricho se convirtió en un asunto de estado y la familia real cerró filas en contra de la advenediza. Enloqueció de amor y trató de lograr lo imposible: casarse con una gringa divorciada y coronarla como reina de Inglaterra. Como no pudo decidió abdicar, vender sus propiedades, obtener el título de Duque de Windsor y llevar la vida de un desterrado'Eso sí, a cuerpo de rey.
Por su parte, detalló Sebba, la amante ni quería casarse ni ser reina, solo seguir viviendo a troche y moche sin que nadie la molestara, pero se quedó sin el santo y sin la limosna porque desde la abdicación fue una apátrida.
Los nuevos duques se casaron en 1937 y se establecieron en París, fueron el trapito de dominguear del
En un documental del Canal 4 de Londres,
Solo muerta regresó a Inglaterra. El 24 de abril de 1986 falleció la duquesa de Windsor y sus restos reposan junto a Eduardo. Y como nadie sabe para quién trabaja, Elizabeth II –hija de Jorge VI– acabó siendo reina, gracias a Wallis Simpson una audaz americana que supo calzarle a un rey, la zapatilla de cristal. 1