Llegué a Pekín a finales de agosto de 1995. China empezaba su apertura hacia el resto del mundo con recelo. Los chinos no hablaban entonces inglés, y menos español, y nosotros todavía no hablábamos chino; probablemente, la mayoría nunca lo haremos.
No fui a dar a China como turista, cosa que me habría gustado mucho más, sino como periodista con ocasión de la Cumbre Mundial para la Mujer que se inauguraría el 5 de setiembre.
Fueron 22 días de trabajo y aprendizaje informal sobre un país y una cultura diferentes a todo lo esperado.
En esos 22 días conocí a gente como uno, que cena dos o tres alimentos, en vez de 12, como en los restaurantes de lujo. Aprendí a diferenciar los rasgos faciales y conocí a muchos representantes de la llamada “generación perdida”: los mayores de 40 años que habían nacido en medio del hambre de mediados del siglo XX y que habían sufrido el caos de la Revolución Cultural.
Doce años atrás, el Pekín en el que estuve era una ciudad donde se mezclaban miles de bicicletas con automóviles; donde, a una cuadra escasa de las grandes avenidas, se encontraban calles de tierra, y donde comunicarse en inglés era posible casi solo en hoteles de cinco estrellas. Hoy es diferente. China planea tener, en el 2010, al 10% de su población hablando inglés.
Mi encuentro con la Gran Muralla se produjo un domingo soleado. Fue más breve de lo que hubiera querido.
Llegué por la entrada de Badaling. De lejos, la obra se asemeja a un dragón que serpentea montes y valles, sin principio ni fin. Es una especie de serpiente gigante sobre cuyo lomo hendido nos posamos los humanos.
La Muralla defensiva, cuya construcción se inició antes de nuestra era para evitar el ataque de pueblos nómadas mongoles, se compone de innumerables torrecitas que en el pasado sirvieron de albergue a viajeros y soldados. Tiene unos cuatro o cinco metros de altura, y el ancho puede ser de dos o tres metros: lo suficiente para que pudieran transitar cuatro caballos.
Desde lo alto, el paisaje suele ser impresionante. Solo tuve oportunidad de conocer un tramo reconstruido para el turismo, pero, aun así, la sensación es maravillosa. El viento sopla fuerte y frío con aromas silvestres. Desde esa altura, se puede apreciar gran parte del zigzagueo por entre una vasta gama de tonalidades verdes y azules, según la distancia a la que se encuentren los montes del ojo que los observa.
A diferencia de la parte reconstruida para las visitas, buena parte de la muralla está en mal estado. Oficialmente, tiene una extensión de 7.200 kilómetros, pero se cree que solo el 20% está en condiciones aceptables de ser visitada. Muchas partes han sucumbido a la pobreza de sus vecinos, que toman los bloques de piedra o ladrillo para construir sus propias viviendas, o la han destruido para abrir pasos.
Solo pude retener en mi retina la visión de una turista común, una de los miles que buscaba la foto testigo de su presencia en una de las –hoy– siete nuevas maravillas del planeta.
El momento –breve como unas cuantas horas– no me permitió captar el “espíritu” del lugar, que creo guardado en parajes menos visitados.
Si hubiera tenido tiempo, habría tomado una excursión de dos o tres días por otros sitios donde el silencio, probablemente, permita escuchar el gemir de miles de hombres que perdieron la vida en su construcción desde siglos antes de nuestra era; o el parloteo de los soldados que resguardaban la integridad de tan enorme territorio, o el galopar de los caballos en invierno.