Esta es una de esas historias con final feliz. Empezó a escribirse el 29 de octubre de 1998, cuando nacieron los trillizos Olman, Rodrigo y Alonso, en el hospital de Liberia.
Su mamá biológica, Sonia Madrigal, y los médicos, esperaban gemelos. Eso era lo que pronosticaban los ultrasonidos de rutina. Sin embargo, y para sorpresa de todos, un bebé más se aventó por el canal de la vida.
Aquellos tres niños rebosantes de salud se sumaron a otros seis que la mujer –de 32 años– intentaba criar en medio de la pobreza, en su casa de Cañas, sola, luego de enviudar. Su última pareja –el papá desconocido de los trillizos– la abandonó apenas supo del embarazo.
Sonia solo vivió tres horas para conocer a sus hijos. Falleció de un paro cardíaco poco después del alumbramiento y dejó huérfanos a los recién nacidos y a sus otros seis hermanos.
Pero quiso el destino enviar ángeles para esas criaturas. Y los envió en forma de una pareja de esposos, vecinos de Sonia: Odilie Solórzano y Wilberth Romero.
Esta pareja de cañeros solo tenía un hijo, Bernardo, quien nació con retraso mental. Aunque intentaron durante años tener más familia, la vida les dijo que no porque les tenía preparada otra misión en su libreto.
Odilie conocía muy bien la historia de Sonia, pues eran vecinas y amigas. Supo de su viudez, de su pobreza y de la noticia que la paralizó cuando la joven mujer se enteró del nuevo embarazo y del abandono de su compañero.
“Diay, lo hecho, hecho está. Ahí salimos adelante entre todos. Dios proveerá”, le dijo Odilie a Sonia sin saber que aquellas palabras serían proféticas.
Cuando un equipo de la entonces
El pasado viernes 15 de julio, volvimos a Cañas, a la misma casa con la veranera en el corredor, en las inmediaciones del Banco Nacional.
Tres jovencitos salieron al paso, junto a su mamá, quien renquea un poco de su pierna derecha debido a un desgaste de rodilla. Muy atrás quedaron los bebés desnudos a quienes bañaban en la pila de la casa. Están altos y guapos. Andaban bien presentaditos, con el pelo engomado con una cuestión que los jóvenes llaman “moco de gorila”.
Pronto cumplirán 13 años y los tres están en sétimo, en el Centro Educativo Católico Eulogio López, un colegio privado a cuatro kilómetros de su casa.
Su mamá está muy orgullosa de ellos, aunque la cara le cambia cuando recuerda que Wilberth murió de cáncer en los huesos hace año y nueve meses.
“Me tocó terminar de criarlos sola. Fue un papá ejemplar. Los diez años que vivió a su lado, se entregó de lleno en mente, vida y corazón”, recuerda Odilie.
Los trillizos, que en el 2000 llevaban los apellidos de su mamá biológica (Madrigal Alfaro), ahora son Romero Solórzano.
Fueron legalmente adoptados por la pareja, en un proceso que tardó ocho años. “Fue la primera adopción que se legalizó en Cañas”, afirma la señora.
A Olman, Alonso y Rodrigo se les sigue conociendo como “los trillizos de Cañas”.
Son famosos también por futboleros –saprissistas para más señas– y les fascina andar en patineta. Cada uno tiene la suya, y aprovechan cualquier momento libre para salir a hacer
Son hombres de pocas palabras, aunque la risa la tienen a flor de labios. Además, cuenta su mamá que resultan inseparables para todo, hasta para las peleas.
“Saben que son adoptados. Cuando tenían ocho años, un día que llegaron de la escuela, les dijimos que les teníamos un gran regalo. Y les contamos que ahora tendrían los apellidos Romero Solórzano”, recuerda Odilie.
Llevan el nombre del médico que los atendió aquel 29 de octubre de 1998: Alonso, por el ginecólogo que vio a su madre (Dr. Rodríguez); Olman, en honor al pediatra que los recibió a la hora de su nacimiento (Dr. Pérez); y Rodrigo, por el cirujano que apoyó el parto (Dr. León). Doña Odilie todavía los lleva al hospital de Liberia a saludar a los doctores.
Cuando se les pregunta por quién fue su mamá, solo uno de los muchachos atina a decir que se llamaba Sonia... “creo...”, titubea. Para los tres, su mamá y papá son Odilie y Wilberth, cuya ausencia han sentido muchísimo.
Los esposos Romero Solórzano no se quedaron solo con los trillizos. El matrimonio también se hizo cargo de sus otros seis hermanos. De hecho, en la casa viven dos más: María Fernanda, de 22 años, y José Antonio, de 20.
“Yo siempre he estado muy contenta y muy agradecida con Dios. Para mí, como para mi esposo, tenerlos a ellos fue como haber recibido una gran bendición del cielo”, comenta Odilie.
La rutina diaria no es sencilla. Aquella casa de madera que el difunto esposo le dejó libre de gravámenes antes de morir, se despereza en plena madrugada, cuando los trillizos van a clases, y la mesa se llena de cuadernos y libros de estudio.
Ella quedó con una pensión por viudez, que intenta estirar para cubrir los gastos de tres adolescentes en ciernes y otros dos jóvenes en casa, más Bernardo, su hijo biológico, quien ya cumplió 37 años.
A los chiquillos les encanta la moda, pero son conscientes de que no pueden comprarse todo lo que quieren porque el presupuesto familiar no da. Su mamá ha podido pagarles un colegio privado porque les dieron una beca por condición socioeconómica. De lo contrario, aspirar a esa educación sería imposible.
“Yo les he dicho que mientras podamos, vamos a tratar de que no anden descalzos y que no les falte de comer. Pero lujos, no”, es lo que ella les repite cada vez que alguno menciona los tenis de marca que quisiera tener.
“Mi prioridad es ponerlos a estudiar, y ellos lo entienden”, asegura la mamá, mientras los jovencitos restriegan sus cabezas amorosas contra su pecho.
Por día, en esa casa se consumen dos kilos de arroz y frijoles, porque ahí nadie concibe un desayuno sin gallo pinto. Diariamente, se lava un enorme atado de ropa y, a principio de año, la inversión en cuadernos y uniformes supera el medio millón de colones. Todos esos gastos bien valen la pena para cumplir el sueño de Odilie: “Verlos hombres hechos y derechos, sin vicios. Quiero que estén en el mundo pero que no participen de las cosas que les pueden hacer daño. Todos los días, rezamos juntos, para que Dios nos ayude a seguir adelante”. Y parece estarlo logrando.