“Satanizar” es uno de esos verbos que han ido abriéndose espacio en nuestro lenguaje; parece que en Costa Rica más que en otros países de habla hispana. Es hijo de otro fenómeno que adquiere carta linguística en nuestro país: el ¨sospechosismo¨ (término que creo acuñó don Beto Cañas).
Satanizar es, en pocas palabras, calificar todo como malo, sin distinciones ni matices; sin particularidades. Es el equivalente de lo que los anglos describen como “botar el agua de la tina con todo y el bebe”. Trataré de analizar dos aspectos de la satanización: su origen y sus consecuencias.
Función social de la prensa. Por supuesto debo empezar, antes de que me satanicen a mí o a mi artículo, por decir que soy admirador de la función social de la prensa como cuerpo que ha asumido buena parte de la investigación inicial o intermedia de algunos de los mayores escándalos de corrupción que ha sufrido el país en las dos últimas décadas. Un periodismo ejercido con seriedad y rigor, puede ser uno de los baluartes de la sociedad, contra la corrupción, la ineficiencia, el desperdicio y otros males sociales que toda sociedad tiende a producir y que, sin contrapesos, la pueden ir ahogando y atrapando hasta hacerla invivible. Igualmente soy admirador de héroes como don Roberto Mora (¨el bloguero solitario¨), quien por su cuenta y por sus medios, ha descubierto, denunciado y puesto en manos de las autoridades a evasores de la CCSS, recuperándole cientos de millones de colones. Él es un HÉROE moderno.
Pero como suele ocurrir, actos o acciones de enorme valor, van degradándose lenta y sistemáticamente, y de pronto, ¨todos¨ creen haber descubierto actos corruptos y, sobre todo ahora con las ¨redes sociales¨, difunden denuncias falsas, exageradas, insuficientemente sustentadas. Entonces, cualquier acto de un funcionario público, es inmediatamente calificado de ¨corrupto¨. Es aquí donde el ¨sospechosismo¨, ese fenómeno que los estudiosos del ¨carácter del costarricense¨ dicen que es parte de la idiosincrasia tica: desconfiada, taimada, individualista, ¨bajapisos¨. ¨Cuando el río suena, piedras trae¨ es una de las expresiones más usadas, y basta con decirla, para que muchos, muchísimos, piensen que ¨el asunto ya está probado¨; no hay duda: fulanito es un corrupto.
“Todo está corrompido”. La conjunción de hechos investigados y probados en estrados judiciales con todas las garantías procedimentales (lo cual sí es verdadera prueba de ilegalidad y corrupción), con actos sujetos a interpretaciones diversas u opuestas, ha conducido a equiparar unos a otros y a concluir que ¨todo está corrompido¨. Un ejemplo puede ser la sustitución de un funcionario ineficiente e incapaz de tomar una decisión, como base para afirmar y propalar que aquello fue porque el tipo ¨paró un chorizo¨. ¿Hay pruebas o evidencias de ello? No siempre, pero ¨cuando el río suena'¨.
Este fenómeno, ha crecido en nuestro país, en parte como producto de cambios en la estructura y organización del Estado y la economía: actividades que fueron monopolio estatal, hoy pueden estar dadas en concesión (construcción de carreteras) o puede haber competencia pública-privada (banca, servicios financieros). Esto, junto a un crecimiento acelerado de la economía y el crecimiento de la población, hace que the stakes (lo que está en juego) sea mucho mayor, y por tanto, también los intereses. Pero además, ese nuevo ¨modelo¨, requiere procedimientos de licitación, con todas sus etapas y complicaciones: asignación y supervisión de cumplimiento de los contratos, eventual establecimiento de multas y castigos, reparación de errores, etc. Y esto aumenta las ¨interfases¨ entre el interés público y el privado, y la acción de más personas, creando, aun en el mejor de los mundos, bases para la discrepancia, el conflicto y hasta la colusión; también para la sospecha infundada y, con ella, la satanización.
Dos consecuencias funestas. Una vez que se ha instalado la satanización de la acción pública, hay dos tipos de consecuencias funestas: por una parte, generalizaciones negativas sobre el actuar de la administración pública y sus funcionarios; y por otra, una actitud defensiva de los funcionarios, evitando tomar cualquier riesgo, y de ese modo, posponiendo o trasladando la responsabilidad sobre las decisiones que les corresponde tomar.
Los efectos sociales de lo anterior son: por un lado, desprestigio de la función pública, perdiendo potenciales funcionarios de primer nivel, más grave en el caso de los puestos de alta dirección y gerencia publica; y por otro, mayor lentitud en las decisiones, pues todos “se pasan la pelota” y centralizan así las decisiones. Esto explica una parte de la ineficiencia del quehacer público y, además, abre espacios para mayor corrupción.
Círculo vicioso. Estamos ante un verdadero círculo vicioso, cuyo rompimiento requiere múltiples acciones: mayor rigor analítico en las denuncias, castigo ante la evasión de responsabilidades, mayor transparencia en todos los procesos (concursos, licitaciones, adjudicaciones, supervisión, multas...). También cambio hacia un nuevo modelo de administración o gestión pública, más profesional, orientado a hallar soluciones legales y eficientes y no obstáculos y barreras; separación de responsabilidades políticas y administrativas; aceleración de generación de oportunidades en la iniciativa privada, con empresas de diverso tamaño; cambio en los regímenes de contratación pública, mejores incentivos por buen desempeño a lo largo de la carrera y no al momento de la jubilación.
El contexto en que esto puede empezar a ser posible es la gestación de un marco socioeconómico, en el que todos nos sintamos parte del mismo proyecto nacional y en el que la equidad sea la regla de oro.