Se trata de una parábola o semejanza con dos partes. La primera, que incluye los versículos del uno al diez, se aplica así, según lo que Jesús desea dar a entender "a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo": el rey es Dios; el banquete de bodas es la felicidad mesiánica, ya que el hijo del rey es el Mesías; los enviados son los profetas y los apóstoles; los invitados que hacen caso omiso de ellos y los ultrajan, son los judíos y el incendio de la ciudad es la destrucción de Jerusalén.
La segunda parte corresponde a lo que, según esta versión, será el juicio final. En ella, Mateo parece que combina dos parábolas: una semejante a la que trae Lucas en el capítulo 14 de su evangelio, versículos del 16 al 24; otra, lo que en el evangelio de hoy se refiere a la necesidad del "vestido de fiesta" para participar en el banquete de bodas.
Hecha la síntesis, comentemos algunos de los aspectos señalados con el fin también de que nos apliquemos el significado de la parábola.
Como en los tiempos de Jesús y aún antes, Dios nos sigue invitando a que participemos de la alegría que supone el advenimiento del Hijo, al que nos hemos de esforzar por conocer cada vez más, juntamente con sus enseñanzas, para que nos encarrilemos por el camino del bien que nos lleva a la salvación. Los judíos se negaron a ello; y de ahí el desenlace, simbolizado en la trágica destrucción de Jerusalén en el año 70 después de Cristo.
¿Y nosotros? Dios nos quiere salvar a todos por medio de su Hijo, muerto y resucitado; pero respeta nuestra libre opción. De cada quien depende el aceptar o rechazar, el salvarse o condenarse.
Y aquí entra en juego lo referente al vestido de fiesta. La aceptación de la invitación ha de ir acompañada por ese traje de bodas que, según los comentaristas, representa a las obras de justicia que garantizan la validez de la fe que salva.
Para entender mejor eso, usted puede leer con fruto, en este mismo evangelio de Mateo, las siguientes citas: 3,8; 5,20; 7,21; 13,47; 21, 28s.
Hay más. En esta breve parábola, al igual que en las de la cizaña y de la red (Mateo 13, 36-43.47-50), en la Iglesia, en el principio del Reino aquí en la tierra, hay buenos y malos y así será hasta el día del juicio. No hay, pues, por qué sorprenderse de ello. Es la realidad. Simplemente habrá que tener paciencia y esperar al juicio, es decir, a la separación.
Cabe el hacer esto otro también: cuidándonos nosotros de estar entre los buenos, ayudar a que los malos se arrepientan y vuelvan al buen camino, el de la salvación. Que no se limiten a haber aceptado de palabra la invitación de Dios sino que respondan a ella con las buenas obras.
Y, en definitiva, que seamos contados, ellos y nosotros, no solo entre los "llamados" sino también entre los "escogidos".