El evangelio de este domingo consta de dos partes: la más extensa y significativa se refiere al amor a los enemigos; la más breve al no juzgar ni condenar a los demás. Lo mejor sería no tener enemigos, ni declarados ni sin declarar. Tener sólo amigos, y buenos amigos. Pero en la práctica no es así. Por lo que sea, y no siempre por nuestra culpa, no podemos echar encima enemigos.
Hasta el mismo Jesús fue víctima de la hostilidad de no pocos y muy poderosos y violentos enemigos que acabaron con su vida. Clavado en la cruz y moribundo, ultrajado hasta el extremo de burlarse sarcásticamente de él, Jesús decía: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen" (Lucas 23, 14).
El perdonar a los que nos hacen mal es un gesto de amor que cuesta. El amor a los enemigos es difícil; humanamente hablando, imposible incluso; heroico siempre, pero de tanta nobleza que eleva a la categoría de ser, con Jesús, "hijos del Altísimo" que manifiestan la vida de Dios (vida de amor) en medio de la humanidad, proclive a la envidia , al egoísmo, al maltrato y al menosprecio.
He aquí el contraste de esta misma humanidad, pero redimida por el ejemplo y las enseñanzas de Jesús: hacer el bien a los que nos odian, bendecir a los que nos maldicen, orar por los que nos injurian. Es decir, amar a los enemigos, la señal inequívoca de los seguidores de Jesús.
Y esto otro, ya es parte de ese talante de amor, hecho comprensión y paciencia, generosidad y desprendimiento, pura pasividad aparente, pero de una violencia interior extrema: presentar la otra mejilla al que nos hirió en una; dar la túnica al que nos despojó de la capa; dar a todo el que nos pide; no reclamar al que nos ha robado lo que nos pertenece... ¿Cómo entender esto?; ¿cómo llegar a practicarlo? Se necesita absolutamente del Espíritu de Jesús, que es el Espíritu del amor.
He aquí, a continuación, la regla de oro, formulada ya, pero en forma negativa (Tobías 4, 15), y en otros autores profanos también, en este caso de manera positiva y avalada por el supremo ejemplo de la observancia de Jesús: "Tratad a los demás como queréis que ellos os traten".
Amar, pues a todos: a justos y a pecadores, a amigos y a enemigos, a los que nos hacen el bien y a los que nos hacen el mal; lo que equivale a ser comprensivos y misericordiosos, como lo es "vuestro Padre", puntualiza San Lucas, recordando a su lectores que la misericordia es un atributo que en el Antiguo Testamento se refiere casi exclusivamente a Dios. Y, consecuentemente también, no juzgar, no condenar, sino perdonar, dar. La medida que usemos con los demás, sobre todo en la generosidad del dar, la usarán con nosotros.