A pesar de haber sido en vida una celebridad europea y para frustración de las muchas personas que lo admiraban, durante sus dos décadas de residencia en París, Frédéric Chopin solo realizó diecinueve apariciones públicas, la mayoría de ellas en salones y no en salas de concierto.
En una carta citada por el filósofo Theodor Adorno, Chopin se manifiesta de manera crítica acerca de los gustos de la burguesía emergente de su tiempo y de la manera en la que aprecian o hacen uso de su música.
Chopin lamenta expresamente las prácticas interpretativas de su época. Dice en 1829: “Es opinión general que toco el piano delicadamente, al contrario de los pianistas locales, acostumbrados a agarrarlo a golpes”.
La delicadeza de la digitación de Chopin se debía precisamente a sus extraordinarias capacidades técnicas –y no a ausencia de ellas–, a las que se sumaba una imperturbable musicalidad. La libertad interpretativa no debe conocer imposiciones ni limitaciones. No obstante, en aras de la autenticidad histórica, puede resultar ilustrativo saber cuál era la práctica pianística del propio compositor.
Pureza. En una entrevista publicada recientemente, el pianista Burkard Schliessmann cita a Ignaz Moscheles, contemporáneo de Chopin y uno de los pianistas más destacados del siglo XIX:
“Su apariencia se encuentra completamente identificada con su música; ambos son tiernos y ardientes. ['] Su forma de tocar ad libitum , que en los intérpretes de su música degenera en pérdida de la estructura del compás, en sus manos constituye la más exquisita originalidad preformativa.
”Su piano es susurrado tan suavemente que no requiere del poderoso forte para expresar los contrastes deseados; de esta manera, uno no echa de menos los efectos orquestales que la escuela alemana requiere del intérprete del pianoforte, sino que es transportado como por un cantante que se entrega a sus sentimientos. En pocas palabras, él es único en el mundo de los intérpretes del pianoforte”.
Esto nos indica que la música de Chopin no se abre a nosotros por la fuerza aplicada al instrumento, la cual es incapaz de captar el bel canto instrumental de la melodía, su intrincado patrón rítmico o su rica armonía.
Tampoco hace justicia a la música de Chopin la sentimentalización que confunde procesos de composición con el clisé de contenidos afectivos.
A decir de Schumann –refiriéndose a las mazurcas–, en la música de Chopin hay flores esparcidas, pero también incursiones en tierra de nadie, en espacios que parecen apuntar allende la música misma, como al final de la sonata en si bemol. El acercamiento interpretativo a Chopin corre entonces por una peculiar combinación de temple, firmeza, agilidad y ternura.
Quizá se deba su pureza musical a que Chopin siguió los modelos de Bach y Mozart, lo cual provocó en él un acendrado decantamiento de su inspiración poética, a la vez expresiva y moderada, pero también lírica y compleja.
Que los Estudios y los Preludios empiecen en do mayor parece invocar al Clave bien temperado , pero es como si Chopin colocara un mojón para señalar el sitio a partir del cual inventa o crea un nuevo universo musical.
Magia. Se dice que la música de Chopin alude superficialmente a realidades tangibles, a rosas y narcisos, pero que, en realidad, esas referencias concretas y materiales constituyen el resorte que lanza la mente a espacios imaginarios.
Quizá esa sea la sustancia misma de toda música, realizada en Chopin de manera particular: bosquejar otros espacios que se alzan inasibles, pero perceptibles y anticipables, allende la existencia cotidiana, como cuando el piano se alza cual voz cantada por encima de la orquesta e insinúa otro lugar posible para las formas de ser.
Esta remisión a un más allá que oriente al presente y sirva a la vez como su corrección, se palpa en la cinta de Roman Polanski El pianista , donde la música de Chopin rige como expresión de identidad nacional y de protesta.
Se trata del contraste entre el arte, la belleza y la barbarie de la guerra y la persecución; pero este contraste sirve también para señalar explícitamente que hay otro espacio, otra realidad, otra vida posibles.
La música de Frédéric Chopin ya es parte de la cultura de masas. Ello se debe a sus propios valores, pero también a que ha sido objeto de una extensa y amplia elaboración por parte de la industria cultural que no solo transfigura al sujeto –a la persona que fue Chopin–, sino que condiciona los modos de recepción de su obra.
Su inmensa popularidad no decrece, sino que aumenta a lo largo de los años, a contrapelo de sus propias ideas musicales y de su personalidad, más bien tendiente a la discreción.
En sus manos, la música popular de Polonia se aristocratiza, lo cual sucede sin que el producto musical se enajene de sus fuentes, de modo que esto provoca una especie de ilusión de armonía entre lo que en la realidad está separado.
A ello se debe la magia que ejerce Chopin sobre sus compatriotas, quienes lo tienen por héroe nacional, en tanto que su música reivindica y unifica, con golpes de genio, a toda una nación.
La música de Chopin apunta a otras formas posibles de ser, vivir y convivir, y articula así un anhelo que la lleva a ocupar un lugar en el mundo afectivo de millones de personas.
El autor es vicerrector de Investigación de la UCR.