De haber seguido con la vida que llevó durante los últimos 20 años, Guillermo Antonio Arce Blanco habría estado ese jueves en Pekín, resolviendo los negocios de la transnacional para la cual trabajaba.
Para él, eran frecuentes los viajes a Malasia, Tailandia, Estados Unidos, Inglaterra y China. No pasaba un mes sin salir del país. Disfrutaba de un abultado salario en dólares, carro del año y casa propia. Con semejantes atestados, resultaba un soltero codiciado y le sobraban ofertas de novias, amigos y fiestas.
Resulta que este hombre de 45 años, licenciado en enfermería y con especialidades en administración de empresas y salud ocupacional –alto y fornido, para más señas–, dejó ese mundo de lado y renunció a todo para meterse al Seminario Mayor, decidido a convertirse en sacerdote.
Esto explica por qué, en vez de estar volando o haciendo aeropuertos en el extranjero, ese jueves Guillermo se encontraba limpiando unas de las gradas del Seminario. Con jabón y cepillo, iba arrancándoles la suciedad, casi de rodillas, en un acto de absoluta humildad y obediencia.
Para un humano de a pie, resulta difícil comprender las razones de ese cambio. Sobre todo considerando que, siendo muy joven, él estuvo a un paso de convertirse en sacerdote de la orden de los misioneros combonianos y luego se echó atrás para meterse de cabeza a conocer el mundo.
Con más años y experiencia, Guillermo regresó como aspirante decenios después. Pronto cumplirá dos meses de cursar el primer año de Filosofía, junto a muchachos que, por su edad, bien podrían pasar por sus hijos.
“Había venido retándome a mí mismo en cuanto a mi capacidad de entrega parroquial. Así que en mi comunidad –Las Flores, en Heredia– colaboré en las pastorales litúrgica, profética y social, además de apoyar la formación de una pastoral juvenil.
“Uno puede cometer grandes errores en la vida pues esta es una constante toma de decisiones, pero aprendí a decir, como San Pablo, que ‘donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia’”, contó en uno de los salones del Seminario Mayor Nuestra Señora de los Ángeles, en Paso Ancho.
El exejecutivo de la transnacional es el mayor de los 119 aspirantes a sacerdocio que hay ahora en ese Seminario, el centro de formación sacerdotal dispuesto por la Conferencia Episcopal Costarricense (Cecor) para dotar de curas a todas sus parroquias.
Únicamente en la arquidiócesis de San José, hay 120 parroquias y solo 200 curas para atender las necesidades de 1,6 millones de habitantes.
Hasta hace relativamente poco, la cantidad de aspirantes no llegaba ni al centenar. Fue una época de sequía vocacional, según han reconocido los mismos obispos en reiteradas ocasiones.
Es desde hace tres años cuando el número de aspirantes comenzó a mostrar síntomas de mejoría.
En el 2008, en Paso Ancho había 113 jóvenes en formación. La cantidad subió a 121 en el 2009; una cifra parecida hubo en el 2010 y, en este año hay 119. De los seminaristas actuales, 79 están en la primera etapa de formación, en la cual llevan estudios de Filosofía. Un grupo de 40 está cursando los últimos años de Teología.
Antes de entrar al Seminario, estos muchachos ya han pasado un año en el Seminario Menor, ubicado en La Garita de Alajuela. Es lo que se conoce como “introductorio”, y es una herramienta más para ayudar a discernir la inclinación hacia el sacerdocio.
Ese es el primer filtro antes de dar el paso que los llevará a formarse durante ocho años como bachilleres en Teología y Filosofía y, más importante aún, dar el ‘sí’ definitivo a la Iglesia con su ordenación sacerdotal.
Entrar al Seminario Mayor implica aceptar el cumplimiento de una rigurosa disciplina académica y espiritual.
Deben responder a un horario estricto, que solo se rompe los fines de semana, cada 15 días, cuando salen a sus parroquias para apoyar labores pastorales.
Para ellos, el día empieza a las 5:30 a. m., cuando la campana anuncia la hora de levantarse. Volverá a sonar varias veces más para avisar el comienzo y el final de las clases, la hora del almuerzo, el recreo y la misa. La campana repicará por última vez a las 9:30 p. m., para ordenar que vuelvan a las habitaciones hasta el nuevo día.
Reciben cada jornada con la misa de 6, celebrada por alguno de los seis sacerdotes del Seminario. Luego, desde las 7 a. m. y hasta las 12 mediodía, pasan concentrados en los salones de clase, en lecciones de latín, griego y derecho, historia de la cultura, técnicas de investigación, psicología y comunicación, entre muchos otros cursos que llevan, según el nivel que cursen.
Poco antes de las 12, las filas se forman en las puertas del comedor. Cuando terminan de comer, hacen hora y media de limpieza (alguno bromeó por ahí ofreciendo los servicios de los “seminaristas de alquiler”, en alusión a la empresa Maridos de alquiler).
Quienes quieran practicar algún deporte y se armen de valor para hacerlo con estos calores, tienen tiempo hasta las 2:30 p. m.
A media tarde es la hora del café, y de 3 a 5:30 p. m., estudian. Antes de las 6, se desplazan –solos o en grupo–, con el rosario entre las manos, rezando. Los jueves participan de la Hora Santa en la capilla.
Los minutos comprendidos entre 7 y 7:30 p. m. son tiempo de recreo, por lo que pueden ver las noticias o descansar. La última parte del día la invierten, de nuevo, estudiando, hasta que suena el aviso de apagar las luces.
Cada seminarista tiene su propio dormitorio. Décadas atrás, los llamaban ‘celdas’, pero hoy son cuartos comunes y corrientes.
Ahí, los muchachos tienen cama, baño, lavatorio, y un pequeño espacio de estudio con
En las repisas de la biblioteca, algunos dejan ver sus reproductores de música, uno de los pocos artefactos modernos que les permiten. Si no fuera por las imágenes religiosas que cuelgan de las paredes, esas habitaciones parecerían las de cualquier joven.
Los muchachos no pueden usar celular, y para tener acceso a Internet deben ir a un salón acondicionado con computadoras, donde se controla su uso.
Esas son algunas de las reglas, explicó el rector del Seminario, padre José Manuel Garita, quien se formó entre esas mismas paredes a principios de los años 80. Garita fue resultado de la oleada vocacional desencadenada por la visita al país del papa Juan Pablo II, en marzo de 1983.
En el Seminario Mayor funciona una pulpería y una librería, administradas por los seminaristas. Tienen cancha de futbol, piscina, un área para jugar billar y varios salones donde pueden reunirse a conversar y a ver televisión.
Por lo general, ven noticias, pero también partidos de futbol, como el de Costa Rica-Argentina, el pasado 29 de marzo. Ese día, tuvieron permiso para acostarse más tarde de lo acostumbrado.
Si estos muchachos hubieran nacido un siglo atrás, les habría tocado jugar futbol como lo hacían en aquel entonces los sacerdotes: batallando con el largo de las sotanas negras, en medio del polvazal de la cancha.
Hoy eso es historia y juegan sus mejengas con lo primero que saquen del ropero: las bermudas usadas alguna vez en la playa y las camisetas que igual les sirven durante la hora y media diaria en la que limpian cada rincón del edificio.
Así, son iguales a cualquier grupo de
Ellos mismos limpian el Seminario, arreglan los jardines y se encargan de lavar y planchar su ropa. Lo único que no hacen es la comida. De eso se encarga un equipo de diez cocineros que coordina Lorena Fernández desde hace un decenio.
“En el almuerzo, bien pueden irse 12 kilos de arroz. Tal como hoy, se fueron siete kilos de jamón en los arrolladitos que se prepararon. A cada uno, le toca un máximo de dos porciones.
“Por la mañana, para el desayuno, se pelan tres papayas, cuatro piñas y tres melones por cada una de las barras donde los muchachos se sirven”, detalló.
Tanto es el trabajo en la cocina, que los empleados trabajan en dos turnos. El primero se extiende de 5:30 a. m. a 1:30 p. m. y el segundo grupo sale a las 4 p. m., tras dejar preparada la cena.
Quienes dejan el Seminario lo hacen porque tienen dudas sobre su vocación o porque alguno de los sacerdotes formadores y consejeros recomendó su salida.
Armando Campos Chacón, de 29 años, lo dejó hace unos años y recién regresó tras confirmar, afuera, que lo suyo estaba ahí.
“Me costó mucho manejar muchas situaciones personales y conflictos internos. Cuando me salí (en el 2005, tras pasar dos meses y medio en el Seminario), entré en una etapa de soledad y de crisis. Me sentía angustiado y con temor al estudio”, confió.
Tres años pasó afuera, en Cieneguita (Limón), donde lo recibió el sacerdote local.
“Estando afuera, en la vida, comprendí que podía hacer más como sacerdote que como soltero o casado. Cuando regresé, yo ya sabía a lo que venía, y empecé a tomarle el gusto al ambiente del Seminario”, agregó.
Armando ha tenido una vida muy difícil. Perdió a su mamá de niño, y debió hacerse cargo de dos hermanos. Trabajó en plantaciones bananeras hasta el agotamiento y no fue sino hasta que encontró apoyo en un grupo de curas de Grano de Oro, en Turrialba, que su vida comenzó a encontrar dirección. Para volver, dejó lo poco que tenía. En especial, a sus hermanos, a quienes colocó con otros familiares para que se encargaran de su cuido.
Las 119 vidas que hoy están en el Seminario Mayor tienen en común eso: que cada hombre –joven o no tanto– tuvo que dejar lo que tenía para entrar ahí.
Esteban Mora, de 27 años, es de los estudiantes más avanzados. Está en cuarto año de Teología, y sintió el llamado a la vida consagrada desde que era monaguillo en la parroquia María Reina de Pavas.
Estuvo a punto de convertirse en ingeniero del Instituto Tecnológico de Costa Rica (ITCR), pero pudo más la voz interna que lo reclamaba para el sacerdocio.
Con él, comenzaron otros 32 muchachos. Eso fue en el 2004. Siete años después, de aquel grupo únicamente quedan siete. Solo el 30% de quienes inician, se ordena, afirma el padre Garita.
En el Seminario, los cartagos son un población importante. La devoción por
“Mi familia no era muy religiosa. Yo, si acaso, iba una vez al mes a misa. Pero empecé a sentir un vacío a los 17 años. No estaba completo. Hasta que alguien me preguntó: ‘y vos, ¿no has pensado en hacerte sacerdote?’”, recordó al tiempo que se confiesa seguidor del grupo musical Malpaís, al que iba a ver muy seguido al Jazz Café de San Pedro.
Alvin Zúñiga Fallas nació hace 27 años en un pueblo a 29 kilómetros de Buenos Aires, Puntarenas. Se llama Olán, y lo describe como una tierra donde las verduras y hortalizas crecen rollizas entre las montañas.
Alvin vivió con sus papás y tres hermanos más. Una de ellas, de 25 años de edad, es novicia de las Terciarias Capuchinas, en Guatemala.
En Olán, se especializó en amansar y herrar caballos, un oficio que le daba cierta categoría entre los muchachos de su edad. Sin embargo, pudo más lo que sentía desde los 6 años.
“Nunca tuve novia. No fui fiestero. Estoy feliz aquí, donde escucho el llamado de Dios todos los días”, dijo con una convicción amparada en el celeste de sus ojos. Actualmente, cursa el tercer año de Filosofía.
Pero ¿qué es el “llamado” ? Algunos lo definen como un vacío interno a pesar de tenerlo todo; “algo” que les falta para completar la vida.
Guillermo, el otrora empresario y ejecutivo, vivió con esa sensación tras dejar atrás su primera experiencia con los combonianos. “Siempre supe que deseaba servir, y con los combonianos estuve en Inglaterra, pero quise luego formarme en alguna carrera más allá del sacerdocio. Por eso, abandoné la congregación en 1991, poco antes de ordenarme”, recordó.
Guillermo regresó a Costa Rica, empezó a vender ollas de puerta en puerta, fue profesor de inglés, y trabajó en el archivo del Incofer y como asesor en Japdeva.
Después, se decidió a estudiar enfermería porque, muy dentro de él, seguía vivo ese deseo de trabajar para la gente.
“Fui asistente de pacientes en el Hospital San Juan de Dios, hasta que me llamaron de la Clínica Bíblica para que trabajara con ellos. Poco después, en 1997, me contrataron en una gran empresa como enfermero a cargo de la salud ocupacional”, relata.
El ascenso fue meteórico gracias a los títulos que había obtenido en administración de empresas con énfasis en gerencia industrial y a su especialización en salud ocupacional. Casi al mismo tiempo, cuenta, su vida comenzó a llenarse de cigarrillos, baile y diversión.
“No me sentía bien. Algo empezó a decirme que tenía que salir de ahí. Entre aeropuerto y aeropuerto, me ponía a pensar. Fue cuando leí la cita de San Pablo y apareció un cura conocido que me lanzó la pregunta: ‘
“La verdad, nunca me fui realmente. Siempre estuve aquí. Él (Dios) me iba llevando por los caminos que creía buenos para mí, hasta traerme de vuelta.
“ La fe y la entrega han crecido más en mí”, dice con una sonrisa tan amplia que se pierde entre lo espeso del bigote, y tan sincera que le cierra los ojos achinados.
¿Cómo se ve Guillermo dentro de diez años? ¿Y cómo esperan estar Esteban, Alvin, Jorge y Armando? Todos se sueñan al frente de alguna parroquia, ordenados como sacerdotes. Unos, sirviendo en Heredia; otros, en Cartago, Limón o Puntarenas.
Lo que Guillermo tiene claro es que no se ve más como alto ejecutivo. Ahora –dice– no cambiaría el trajín y la rigurosidad del Seminario por el carro, el salario o los viajes de otros tiempos.