Prólogo. Queenie
Creí que había estado en África. Le dije a toda la clase que había estado en África. La profesora –la “Pajarita” la llamábamos– me hizo poner delante de la bandera británica, ella no habría permitido que nadie la llamase Union Jack: “Es la bandera del Imperio, no un número musical”. Y yo ahí, con toda la cara, dije: “Fui a África cuando África vino a Wembley”. Fue entonces cuando la señorita me hizo saber que África no era un país. “No sueles ser tonta, Queenie Buxton”, y prosiguió: “pero tú no fuiste a África, sino solamente a la Exposición del Imperio Británico, como tantos otros miles de personas”.
Fue el día de la excursión de la Asociación de Carniceros. Todos los años se organizaba una excursión para los carniceros, para las esposas y los hijos de los carniceros e incluso para los trabajadores preferidos de los carniceros. Un día fuera de casa, y a mi madre le encantaba.
–Es como tener fiesta –le decía a mi padre.
–Una maldita pérdida de tiempo –gruñía él. Pero iba.
Había años en los que iban casi todos los que trabajaban en nuestra granja. Las chicas “de dentro”, las que ayudaban a mamá a preparar los pasteles, y también las “de fuera”, las que les daban de comer a los cerdos y a las aves de corral. Y hasta los muchachos más estúpidos, los que ayudaban a papá en el cobertizo, se quitaban los mandileS manchados y se ponían para la excursión sus mejores trajes, algo raídos ya, y que tan mal les sentaban. Nosotros siempre nos poníamos de punta en blanco para mojarnos los pies en el mar, en Blackpool, para dar una vuelta por Piccadilly Circus en el autobús rojo o para reírnos con los monos del zoo. Después ya era hora de volver a casa. Los hombres se quedaban dormidos de tanta cerveza; los niños lloriqueaban cuando les daban unos azotes por haberse ensuciado la ropa o cuando se les enganchaba una piedrecita en el pelo. La mitad de las veces, alguna de las chicas de la granja se perdía con uno de los chicos, hasta que aparecían más tarde con la cara de vergüenza y el pelo alborotado.
El año que fuimos a la Exposición del Imperio no hacía mucho que había terminado la Gran Guerra, pero ya era un asunto casi totalmente olvidado. Hasta papá estaba de acuerdo en que valía la pena ir a ver la exposición. El rey la había descrito así: “Todo el Imperio en pequeño”. Mamá pensaba que eso quería decir en miniatura, como un tren de juguete o la maqueta de un pueblo, hasta que alguien le dijo que se podía ver el cohete de Stephenson en tamaño natural. “Debe ser grande como el mundo”, dije, e hice reír a todos.
Tuvimos que dejar a mis hermanos en casa: Billy, Harry y Jim. Eran muy críos todavía, y todos estuvimos de acuerdo con papá cuando les dijo a los peques que el gentío podía tragárselos. “A mí no me da miedo que me coman”, dijo Billy. Después lloriquearon un rato, agarrados al abrigo de mamá, que tuvo que prometerles que les traería algo bonito de la exposición: una locomotora de juguete o soldaditos de plomo. Los dejamos con Molly, una de las chicas de dentro, que se quedó en la ventana viéndonos partir con una mirada capaz de agriar la leche.
Yo me había puesto un vestido de organza blanca con unas cintas azules que colgaban de la pechera; en el pelo, coletas adornadas con grandes lazos blancos. En el tren, mamá y papá estuvieron todo el rato charlando de un montón de cosas con otros carniceros y esposas de carniceros, sobre todo del engorro de tener que matar humanamente en lugar de hacerlo con el hacha, lo cual me dejó a mí sentada entre Emily y Graham, dos de nuestros peones, que se pasaron el viaje riendo y flirteando por encima de mi cabeza.
Hacía dos meses que Emily estaba con nosotros; trabajaba fuera. Tenía una madre adoptiva muy bondadosa que vivía en Kent y pintaba flores de primavera, y un padre y dos tíos en Londres; se decía que bebían tanto que no habían estado despiertos el tiempo suficiente para combatir en la guerra. Graham ayudaba a papá en el cobertizo: cuidaba el fuego en el que se calentaba la olla con la comida para los cerdos, llevaba las empanadas al horno cuando hacía falta y, por lo general, iban de un lado a otro haciendo lo que papá le pedía que hiciese, si bien nunca lo bastante rápido. Papá lo llamaba Jim. El primer día, Graham le había dicho cómo se llamaba y mi padre lo miró de arriba abajo antes de decirle: “No puedo complicarme la vida con un nombre tan elegante como ése. Te llamaré Jim”. En consecuencia, algunos lo llamaban Jim y otros, Graham. Él había aprendido a responder por los dos nombres. Pero por lo que yo sé, la única ambición de Graham era tocarle los pechos a Emily.
Cientos y cientos de personas franqueaban pesadamente el portal de la exposición, más allá de los jardines y los lagos. O daban vueltas por ahí, charlando. […]
Cortesía: Librería Internacional