Aunque siempre negó que fuera actriz, su vida fue una película. Vivien Leigh nunca se repuso del éxito que significó
John Merivale, tercer marido de Leigh la encontró muerta en el piso de su apartamento en Londres, el 7 de julio de 1967. Había fallecido de una tuberculosis que nunca quiso tratarse, porque prefería morir de cáncer que loca.
Merivale llamó de inmediato al célebre director Lawrence Olivier, anterior esposo de la actriz, quien salió disparado del hospital donde estaba internado por un mal pasajero. Al llegar se desplomó junto al cadáver aún tibio y lloró “pidiéndole perdón por todo el daño que le había hecho.” Este era su verdadero amor y le tomó 50 años darse cuenta.
De sus tres maridos, Leigh siempre dijo que el primero le enseñó a vivir, el segundo a amar y el tercero a estar sola.
Entre luces y sombras rodó la vida de Vivien, revolcada a cada rato por reveladoras biografías que desnudaban sin piedad la existencia de quien era por un lado tierna y modosita y, por otro, una depresiva, alcohólica, ninfómana y según un reciente libro, bisexual.
Ya no hay cara en que persignarse. Sin medias tintas Darwin Porter y Roy Moseley relatan en su libro
Según los autores, la Leigh tuvo tres amantes femeninas –una de la ellas la actriz Isabel Jeans– y todas las noches se daba una vueltecita por
Si bien Vivien sostuvo durante tres años un romance que terminó en boda con Olivier, eso era solo una pantalla porque ambos se ponían los cuernos olímpicamente. Aún así, se casaron en 1940 y vivieron juntos 20 años, hasta que ella se aburrió y él se buscó una más joven.
En el 2006 una empresa de bebidas escogió a Vivien Leigh como la británica más bella de todos los tiempos. De suaves y delicadas maneras, educada como una aristócrata, se movía como un cisne y derrochaba elegancia.
Leigh nació en 1913 en Darjeeling, ciudad de la India que era una colonia inglesa. Su padre, Ernest Hartley, era un acaudalado empresario y su madre, Gertrude, una belleza nativa, de ascendencia persa.
A los tres años interpretó su primer papel para un grupo de aficionados al teatro inglés, amigos de su madre. A los seis años ingresó al Convento del Sagrado Corazón, en Inglaterra, y ahí conoció a Maureen O’Sullivan, a quien le confesó su deseo de ser actriz.
Estudió en la Academia Real de Arte Dramático y antes de cumplir los 20 años conoció a Leigh Holman, con quien se casó y tuvo a su única hija: Suzanne.
Todo era miel sobre hojuelas. Llevaba una vida doméstica normal y acabó sus estudios dramáticos, hasta que conoció a Lawrence Olivier y filmaron la película
Fuego del cielo fue lo que cayó sobre ellos. A salto de mata vivieron un romance de tres años a escondidas de sus respectivas parejas, siempre comportándose como “amigos”.
La consagración le llegó con el papel de Scarlett O’Hara en
Durante años el director David O. Zelnick probó a cientos de aspirantes, incluso las medía con un centímetro para que calzaran en el tamaño justo. Rechazó a mitos como Joan Crawford, Carole Lombard, Katherine Hepburn y Paulette Goddard.
Leigh era lo que buscaba. Pero, lo que parecía una gran capacidad de actuación eran los síntomas de un terrible mal, que hoy se conoce como trastorno bipolar.
Ella podía cambiar de temperamento tan fácil como de amante. En unas escenas era tierna y suave y en otras una histérica poseída que le gritaba a todo el mundo; podía llorar en un momento y en otro amenazar con hacer lo que fuera con tal de no pasar hambre en su vida.
Olivier era muy celoso y contrató una secretaria para que la vigilara. Así consta en una serie de cartas adquiridas y reveladas por la Biblioteca Británica. En una de ellas le cuentan: “¡Debías haberla visto tambaleándose por el cuarto ayer después de tu llamado, completamente desnuda, con un pañuelo sucio en una mano y secándose las lágrimas con la otra.”
Con los años la conducta errática de Leigh fue más evidente. Olivier intentó ayudarla y la internó en un hospital londinense, donde le aplicaron electrochoques a pesar de las quemaduras que le ocasionaban en la cabeza.
Vivien padecía de tuberculosis pero se negó a recibir tratamiento. Agonizó como las cortesanas románticas del siglo XIX, en medio de toses y sangrados.
Tras su muerte, los teatros del West End de Londres apagaron sus luces, en señal de luto y respeto, por la luz que se había extinguido. Tenía solo 53 años. 1