Erin Brockovich, una mujer audaz. Dirección: Steven Soderbergh. Guión: Susannah Grant. Fotografía: Edward Lachman. Música: Thomas Newman. Con Julia Roberts, Albert Finney, Aaron Eckhart, Cherry Jones, Peter Coyote, Marg Helgenberger.
Estadounidense, 2000. Estreno.
La historia es real. En 1993, Erin Brockovich, empleada de un bufete de abogados, descubre que la poderosa PG&E contamina las aguas de Hinkley (California). El uso de cromo seis, por parte de la compañía, ataca durante 20 años a los residentes bajo la forma de leucemia, cáncer y diversas hemorragias.
A partir de este hecho, Steven Soderbergh ( Sexo, mentiras y videos y la muy reciente The Limey , dicen que una obra genial) elabora un filme de cuyo control dudamos mucho.
Primero y principal porque se trata de una obra de encargo, a gusto y placer de la Universal; y segundo, debido a que la película no logra zafar de un guión predecible, rígido y bastante chato.
Un exceso de diálogo (a ratos pura charla y a ratos libro de quejas) y una fotografía reiterativa de los mismos encuadres taquean el flujo y reflujo de la acción, dejándonos el sentimiento de un recorrido inmóvil. Estático. Las cosas en palacio, amigos, van despacio.
La heroína tiene tres hijos y dos divorcios, realidad que tentó a la producción a contar el lado público y las andanzas privadas de Erin de modo alterno. Pero, ¿qué ocurre? El lado público gana por varias cabezas y nos queda, ¡oh frustración!, un caso jurídico filmado.
Aunque lo peor viene a la hora de las conclusiones. El mal parece borrarse por arte de magia cuando los damnificados reciben, colmados de alegría, la noticia de una jugosa compensación monetaria. La ley del Talión ya no es "ojo por ojo y diente por diente", sino "ojo y diente, cada uno, por dólar". ¿Qué hay, entonces, de los sufrimientos, las vidas perdidas, el recorte de un futuro propio?
Julia Roberts no justifica su condición de número uno de las taquillas. Si bien roba cámara de acá y de allí, su carisma no basta para diluir una evidencia: la compasión está de huelga; y la compasión nada tiene que ver con los cambios de look y los atuendos de marca a la medida de un "cuerpumano".
Una mujer audaz, y me despido, puede quizá entretener (eso en la mejor de las hipótesis, la menos exigente); jamás provocar un poco de saudades. Yo, por ejemplo, me alcé de la butaca con la enorme bulimia de un cine diferente.