RICARDO III. (The Tragedy of King Richard the Third). Cinco actos de William Shakespeare. Traducción: José María Coco Ferraris. Presentación de la Compañía Nacional de Teatro (CNT). Elenco principal: Gustavo Rojas, Lenín Vargas, Mariano González, Lylliam Quesada, Leonardo Perucci, Salvador Solís, Grettel Cedeño, Ana María Barrionuevo, Ana Istarú, Andrés Montero, Juan Madrigal; Max Soto, Dionisio Leal. Música: Carlos Escalante. Vestuario: Rolando Trejos. Luces: Jody Steiger. Escenografía: David Vargas. Dirección: Jaime Hernández.
Teatro de la Aduana. Sábado 8 de abril.
Poco importa que la historiografía actual niega la veracidad de la leyenda nefasta propagada por William Shakespeare (1564-1616), mediante el retrato del malvado personaje epónimo de su drama histórico, La tragedia del rey Ricardo Tercero .
No por ello deja de ser la obra, escrita alrededor de 1593, una denuncia siempre vigente de las artimañas maquiavélicas la intriga, el soborno, la mentira, la doblez, la adulación, la amenaza, el miedo, el asesinato empleadas por los déspotas criminales de todo tiempo y lugar para obtener o usurpar el poder político y guardarlo a toda costa.
Aunque el relato shakesperiano de las tropelías e iniquidades de Ricardo, junto con los rasgos psicológicos que le concede el autor, son suficientemente fascinadores en sí mismos, la puesta en escena de la Compañía Nacional de Teatro (CNT), estrenada el viernes en su sede de la Aduana, dirigida por Jaime Hernández, careció de una metáfora central que hiciera explícito o elucidara escénicamente el significado de la pieza en el mundo contemporáneo.
Ello a pesar de que la historia política de nuestro tiempo está plagada de ricardos terceros y el terror y la tiranía continúan siendo azotes crónicos de la humanidad.
Dos recientes montajes ingleses de Ricardo III pueden ejemplificar para el lector cómo los símiles teatrales extienden y aclaran de modo imaginativo los alcances de una obra clásica: en uno, la acción se situó en un país fascista de Europa durante la década de 1930; en otro, el decorado representaba una enorme telaraña, de cuyo centro surgía Ricardo.
En ese sentido, la escenografía feúcha y desnuda de David Vargas, formada de rampas en desnivel unidas por escalones, no contribuyó en nada específico al montaje, salvo prolongar su duración, debido a las continuas subidas y bajadas de los actores, y entorpecer el uso funcional del espacio, en relación con el desplazamiento y emplazamiento de los personajes.
Además, las luces, a cargo de Jody Steiger, alumbraron pero no iluminaron la puesta, pues no definieron ámbitos ni realzaron las situaciones dramáticas. El uso de un seguidor durante los monólogos de Ricardo, recurso todavía común en el ballet y la ópera, me pareció, por artificial, ilícito e inoportuno en el contexto shakesperiano.
El vestuario diseñado por Rolando Trejos dio la impresión de una vaga historicidad pretérita, lo cual, sin mayores precisiones, es lo aceptable aquí, pero Trejos descuidó connotaciones heráldicas, no sólo por la ausencia de emblemas dinásticos y divisas guerreras (que quizá hubieran correspondido más a la utilería), sino porque para la coronación vistió a Ricardo con un traje de flores de lis. Como todos menos Trejos saben, la flor de lis es el símbolo por antonomasia de los reyes de Francia y Ricardo fue rey de Inglaterra.
La música original de Carlos Escalante complementó los incidentes dramáticos de manera provechosa, y la traducción que, sin más señas, el programa de mano atribuye a un tal José María Coco Ferraris, se oyó digna y fiel al texto inglés.
Mas lo esencial en cualquier obra es el desempeño de los actores. Para mí fue obvio que algunos papeles principales y la mayoría de los secundarios no fueron repartidos por el director con base en el talento o idoneidad del actor o la actriz, demostrados mediante trayectoria, concurso o audición, sino que se adjudicaron por amiguismo.
En el teatro, no puede haber procedimiento más dañino y artísticamente contraproducente. Prueba de ello ha sido la inferior calidad histriónica del montaje.
Con todo, Gustavo Rojas delineó a Ricardo de modo bastante convincente, y pese a la aspereza de la voz impostada en el registro grave, que en ocasiones dificultaba la comprensión del texto, su fraseo se mantuvo inteligible. Por lo demás, la truculencia de su personificación no se sintió temperada suficientemente por la ligereza irónica viva en Ricardo.
También Leonardo Perucci y Ana Istarú enunciaron sus parlamentos de manera comprensible y compusieron personajes creíbles, cuyos propósitos se mantuvieron claros para el espectador. El, como el duque de Buckingham, cómplice de las fechorías de Ricardo; ella, como la reina Margarita, cuyas maldiciones contra Ricardo y la casa de York se insinúan como el fondo fatídico de la obra, desaprovechado por el director.
Hernández por igual desperdició dramáticamente la frase más famosa de la tragedia, "¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!", que se perdió en la confusión de la batalla. Pero, con la intención pueril de darle al montaje un viso de innecesaria espectacularidad circense, durante el combate introdujo un caballo verdadero al escenario, ocurrencia peligrosa para los actores, el público y la bestia.