“Pulsera de filigrana de oro perdida último domingo, de Teatro Palace a Secretaría de Trabajo. Se gratificará a quien informe. Teléfono 6073”. Los avisos económicos de 1946 retratan la sociedad de la época: dan cuenta la confianza que se tenían las personas, la folclórica imprecisión a la hora de dar direcciones –cuya herencia aún penamos–, y el reducido número de líneas telefónicas que existían, que hacen ver a los dos o cuatro dígitos del teléfono con una melancolía socarrona.
Los avisos económicos prácticamente vinieron con la creación de este diario. Solamente tres días después de la primera edición, ya se veía la alegórica cuadrícula con decenas de anuncios.
El precio de los económicos ahora parece risible: 10 céntimos la palabra, con un “mínimum” de 20 palabras; las inserciones adicionales costaban 7,5 céntimos por palabra.
Sin embargo, el precio era coherente con los salarios que se mencionan también en este espacio comercial: “EMPLEADO: Sueldo de setenta y cinco colones semanales o más”.
A modo de comparación, en la actualidad ya no se consideran las palabras, sino las líneas. Una compra habitual es la de tres líneas durante tres días, por un precio de ¢14.159.
A diferencia de ahora, en sus inicios, los avisos carecían de un orden particular, ya fuera alfabético o según la categoría. El ganado era seguido por las tinas de baño; la maquinaria por las semillas, y los abrigos de piel por la comida.
Dos años después, en 1948, ya existían algunas categorías como alquileres, propiedades, automóviles, empleos, negocios y varios. El precio para ese entonces se había duplicado a 20 céntimos por palabra.
Los servicios que se publicitaban eran mínimos y, en cambio, había un énfasis en los productos, inclusive de consumo masivo: “LIPTON: El mejor de los tés. Pídalo en todas partes”.
Ganado, semillas, rieles de ferrocarril y cocinas de leña eran algunos de los productos anunciados. Hoy, por evidentes cambios en nuestra sociedad, solo formar parte de la historia de los clasificados.
Hace 60 años, los económicos no se publicaban a diario y apenas aparecía un par de veintenas. Actualmente, se publican cada día entre 800 y 900 anuncios, divididos en 14 categorías. Además, hay días especiales de descuento, según los productos.
Los avisos dejan ver que la población en Costa Rica era muy pequeña, ya que en una gran cantidad de espacios, la información de contacto se reduce a “Dirigirse a…” y el nombre de la persona que anuncia. Bastaba eso para dar con el anunciante.
Los nombres de quienes firmaban los anuncios ahora son impopulares o del todo extravagantes: Otoniel, Aniceto, Abraham, Marina, Adán o Florencio.
Y las direcciones para contactar a esa gente eran del todo vagas: “De la pulpería La Fragata, 200 varas al norte”, “Contiguo pulpería ‘Estrella del Sur’ en barrio Keith”.
Con respecto a las medidas, las varas y las cuartas eran las más utilizadas: “PERRO de cacería perdido, que se extravió el domingo en esta capital. Mide aproximadamente dos cuartas de alto. Responde al nombre de Bull (bul)”.
Desahogos. Algunos anunciantes rompían la estrechez del espacio al exponer su situación con desahogo y floritura: “Ojo agricultores de Coronado: vendo la finca que fue de Cervantes, en el Bajo de la Hondura. Como muchos me hablaron de compra y yo no quería vender por nada, por ser aquello una flor de tierras, pero ahora sí vendo”.
Unas pocas marcas comerciales incorporaban ilustraciones en los avisos, que remiten a los dibujos austeros de los libros infantiles de antaño.
Otros promocionaban con soltura los productos más repelentes: “VÉNDESE barata, fosa, cementerio Obrero, limpia y en perfectas condiciones. Situada entrada derecha”.
En la década de los 40, la protección a los animales no era, evidentemente, un valor. Se vendían abrigos de piel, venados (“VENDO pareja de venados con cría. Muy mansos”); se compraban monos y lapas, y se promocionaba el turismo de cacería (“Cazadores y pescadores, vengan a Limón, se organizan paseos. Pida detalles. Pensión Caribe”).
No solo los que querían productos debían estar atentos. Quienes estaban dispuestos a ofrecer algún servicio o producto también podrían cerrar tratos: “¢10.000 NECESITO respaldados con amplia garantía hipotecaria. Plazo 6 meses ó 1 año”; “MULA JOVEN necesito comprar; dé informes completos a Abraham Jiménez, San Isidro de Coronado”.
Para los golosos, los clasificados funcionaban casi como un menú que ofrecía manzanas de California, cachitos para rellenar, helados estilo americano y rosquitas de maicena, entre muchas otras delicias.
“De gallina y cerdo, tamales especiales. De venta viernes, sábado s y domingos”, antoja el aviso, y otro ofrece el postre: “Queques de moka, queques sencillos, queques decorados. Antes de comprar un queque, pregúntenos precios y quedará sorprendido por su calidad y baratura”.
Hoy, los clasificados se han diversicado y los hay, incluso, para enviar saludos románticos cada 14 de febrero. Las categorías más populares son bienes raíces, vehículos y empleos. Ya no se publican alimentos, bebidas alcóholicas, ni productos de consumo masivo.
A partir del pasado mayo, se incorporó el servicio de “Económicos solidarios” que publica anuncios a quienes ofrecen algún servicio de manera gratuita y voluntaria.
Así como vemos con nostalgia y extrañeza aquellos clasificados de hace seis décadas en que se compraban monos, un hombre ofrecía alquilar cuartos “exclusivamente a colegialas”, y los números de teléfono tenían solo dos o cuatro dígitos, es posible que sean vistos, dentro de 60 años, los avisos que se publican hoy, y seamos nosotros sus anacrónicos e incomprendidos autores.