La “generación perdida”, unas 315.000 personas expulsadas de las aulas por la crisis económica de los años 80, hoy tiene entre 32 y 48 años de edad. Ha vivido y vive atada a empleos de baja remuneración, bajo el techo de los padres y frustrada por la imposibilidad de recuperar el terreno cedido cuando, quizá demasiado joven para entender las consecuencias e incapaz de evitarlas, se vio forzada a bajarse del vagón de la clase media ascendente.
El factor de su mala fortuna es fundamentalmente uno: el bajo nivel de escolaridad. La relación entre educación e ingresos no admite discusión, pero Costa Rica cuenta con una demostración masiva ante la cual no puede permanecer indiferente. Veinte años tardamos en recuperar la tasa de escolaridad secundaria de 1980, pero los jóvenes dejados de lado no podrán recuperar la vida a la que estaban destinados si el derrumbe económico no les hubiera impedido completar la educación.
El domingo, La Nación publicó un amplio reportaje para dar cuenta del fenómeno y recoger conmovedores testimonios de los afectados, incluyendo algunas estadísticas verdaderamente dramáticas. Una medida del traspié de los ochenta, por ejemplo, es el sorprendente dato de que un 41% de sus víctimas aún vive bajo el techo de sus padres, pese a estar casados y tener hijos. Simplemente carecen de los ingresos necesarios para pagar una vivienda. Los niños son candidatos a perpetuar el círculo vicioso del abandono de la educación formal y la permanencia en pobreza.
La dura experiencia de los ochenta debe servir de acicate para redoblar esfuerzos contra los problemas persistentes del sistema educativo. Hoy, la tasa de escolaridad en secundaria ronda el 82%, veintidós puntos por encima de la cifra de 1980. La tentación es preguntarnos dónde estaríamos sin la terrible pérdida de los ochenta, pero no conviene distraernos de dos hechos significativos: la quinta parte de los jóvenes entre 13 y 17 años todavía no se incorpora a la educación formal y la mitad de los estudiantes que deberían estar cursando los últimos dos años de colegio no se encuentran en las aulas. Si no se les rescata a tiempo, estarán condenados a renovar el ciclo de pobreza y marginación del que ha sido víctima la “generación perdida”.
Las condiciones económicas de Costa Rica no son las de los ochenta y esperamos no caer de nuevo en aquellos abismos, pero la pobreza castiga a más de la quinta parte de la población y para los niños y jóvenes pertenecientes a esos estratos, los efectos son muy similares. El país debe conservar las políticas agresivas de becas y apoyo a las familias necesitadas, no solo por justicia social, sino también por tratarse de una magnífica inversión, cuya ausencia implica grandes costos en el futuro.
La falta de oportunidades de la “generación perdida”, su disminuido aporte al desarrollo económico nacional y su contribución a los problemas sociales vinculados con la marginalidad, deben tenerse presentes a la hora de decidir presupuestos para la educación.
Pero los retos del futuro, señalan los estudiosos, no se agotan en los aspectos cuantitativos. Isabel Román, coordinadora del informe Estado de la Educación , advierte sobre la posibilidad de repetir la experiencia de los ochenta, no por un retroceso en la cobertura, sino por falta de calidad. “Tan importante es que los tengan sentados en el aula como que reciban una educación pertinente”, afirma.
Por eso, Román insiste en la necesidad de ampliar la oferta de la educación técnica, como sucede en los países desarrollados, pero es imposible olvidar las deficiencias demostradas por nuestros educandos en las materias básicas, en particular las matemáticas. El país no puede darse el lujo de otra “generación perdida”, sea por calidad o cantidad, y recordar la historia reciente es indispensable para cuidar el futuro, corrigiendo el rumbo del presente.