
El día que se fracturó la pierna por un accidente “sin gracia” durante su arresto domiciliario, José Antonio Lobo Solera sabía a quién debía llamar. A como pudo, se arrastró hasta el teléfono y marcó de memoria el número, no de alguno de sus familiares o del servicio de emergencias, sino del hombre que le ha delimitado la cancha en los últimos seis años: su abogado.
Aquel episodio ejemplifica lo que ha sido la vida de este exdiplomático, exdiputado y exministro desde que, en setiembre del 2004, admitió que había recibido dineros de la firma francesa Alcatel para que ayudara a aprobar una licitación de telefonía celular, en su calidad de directivo del Instituto Costarricense de Electricidad (ICE). Hoy, su consejero legal, Ewald Acuña, es lo más parecido al mejor (y único) amigo de alguien que pasó de andar a sus anchas por los pasillos de la Casa Presidencial, a verse contenido –primero por detención y luego por “autoexilio”– a las cuatro paredes de su casa, en barrio San José de Alajuela.
Muy a pesar suyo, Lobo volvió a acaparar titulares este 2010. Un batallón de abogados luchó para impedirlo, pero el 8 de setiembre este hombre de figura baja y palabra rápida empezó su declaración, en calidad de “imputado colaborador”, en el juicio ICE-Alcatel. Su testimonio, que se extendió por dos semanas, fue un detallado recuento de los motivos que lo llevaron a aceptar el dinero ilícito y de cómo, supuestamente, lo repartió con su examigo, el expresidente Miguel Ángel Rodríguez.
Durante aquella declaración, Acuña estuvo siempre cerca, atento a advertirle que no respondiera las preguntas que pudieran comprometerlo penalmente. La confianza en el letrado es tal, que fue en la oficina de este donde Lobo Solera aceptó atender a
Ahí, este liguista empedernido, vinculado con uno de los escándalos de corrupción que más ha conmocionado al país, contó lo que ha callado desde que agentes judiciales llegaron a buscarlo, por primera vez, seis años atrás.
Lobo ha mantenido en silencio el infierno que sus actos trajeron a su familia, la desbandada de los que hasta entonces eran sus amigos, los temores a salir de la casa, sus culpas y el síndrome de abstinencia que sufre tras autosabotear una parte vital de su existencia: la política.
El primer día de su declaración ante los jueces, José Antonio Lobo aseguró que buscaba “dar por terminado un capítulo muy penoso” de su vida. Y si bien no mintió, su afirmación no fue del todo precisa. “Lo que quise decir es que quería empezar a cerrar una cosa que sé no se va a cerrar nunca. Desde el punto de vista personal, buscaba cumplir con la obligación que me había impuesto dentro del proceso de restaurar las heridas a lo interno de mi familia, que era comparecer ante las instancias judiciales”, asegura quien fue una voz influyente dentro del Partido Unidad Social Cristiana (PUSC).
Enfrentado al rechazo nacional, Lobo se concentró en recuperar a su familia, que hoy aún le reclama el haberla arrastrado a un escándalo público. Tras verse sorprendidas por las acusaciones contra su esposo, padre e hijo, las mujeres de la familia reaccionaron de distintas maneras: la hija mayor dejó de hablarle por varios meses; la menor lo animó a levantarse a pesar de que un día volvió llorando a la casa tras oír a un profesor de la universidad referirse a su papá en los peores términos; su octogenaria madre le recetó una reprimenda de esas que duelen más que mil fajazos, y su esposa se sintió traicionada por el hombre con el que ha compartido 41 años de su vida.
Lobo usó las cuentas bancarias de su mujer, Jean Philp Gallup, para recibir parte de los dineros de Alcatel, lo que derivó en que ella y su suegra, María del Rosario Solera, fueran citadas a declarar en el juicio.
“La situación con mi esposa ha sido muy difícil. Es público y notorio que abusé de la confianza que ella tenía en mí y hubo una reacción muy fuerte, muy complicada, a partir de sus valores personales”, asegura el hoy testigo estrella de la fiscalía.
Político de larga trayectoria, Lobo admite que se perdió la infancia de sus hijas por andar metido en campañas electorales, pero prefirió que fuera así a involucrar a su familia en proselitismo. “Siempre traté de que mi familia estuviera fuera y que lo feo de la política no la salpicara... pero al final de cuentas la salpiqué de la peor manera”.
Ver a su madre y esposa en el estrado ha sido uno de los tragos más amargos que este 2010 le dejó al politólogo pensionado, de 63 años. Y es que, al acercarse su participación en el juicio, las heridas que ya estaban sanando volvieron a abrirse de par en par. “En seis años, las cosas de cierta forma se van remendando, pero en el momento menos pensando surge el ‘papá, ¿por qué nos hiciste eso?’, ‘papá, pero si no nos faltaba nada’, ‘papá, pero si aquí todo estaba bien’. Es ahí donde viene el punto más complicado, que es por qué hace uno estas cosas”.
Fuera para dar la cara o salvar el cuello, José Antonio Lobo es consistente en su admisión de culpa: le ofrecieron mucha plata para hacer algo ilícito y él la aceptó. Al pedirle que explique sus motivos, trata de ensayar una respuesta que, con resignación, resume en una sola palabra.
“Avaricia, ese deseo insano de tener más aún sabiendo que lo que uno ya tiene no lo va a gastar”, dice el mismo que llegó a un acuerdo con las autoridades para devolver más de un millón de dólares, producto de los pagos de Alcatel. “Uno siempre dice que algo así no le va a pasar, pero cuando llegan y te hacen el ofrecimiento y uno se va para la casa pensándolo... púchica, es que son tantos dólares, si no me lo dan a mí se lo van a dar a otro; nadie se va a dar cuenta... Pura avaricia y eso es lo que mis hijas no me perdonan”.
Al destaparse el escándalo, Lobo fue de los primeros implicados (mas no el único) en contar con lujo de detalles lo sucedido. De inmediato, la amistad que, alega, tuvo con el expresidente Rodríguez se desintegró y le llovieron calificativos como “sapo”, “Judas”, “bocón” y “cantor”.
“Es un acontecimiento doloroso para la sociedad, pero los costarricenses tienen el derecho histórico a saber qué sucedió. Esta es una responsabilidad hacia el país de los que estamos involucrados en esta penosa circunstancia”, asegura con una convicción que suena a lección de cívica, difícil de creer en alguien que se aprovechó de su puesto público para beneficio personal.
“Yo he asumido una posición de no justificarme sino de asumir responsabilidades. Sé que recuperar la paz interior es muy difícil, pero si no declaro no hubiera empezado el proceso”.
A diferencia de muchos de los hoy imputados en el juicio ICE-Alcatel, Lobo no pasó ni un día en la cárcel, pues recibió el beneficio del arresto domiciliario. Él le pone comillas a eso de beneficio, pues dice que el estar más de tres años encerrado en su vivienda fue todo menos un paseo por el parque. “El otro día me decían que qué cómodo estar con mi familia; claro, con una familia que me reprochaba las 24 horas lo que había hecho. Hay que pasar por la experiencia para saber lo que significa la privación de libertad... Todas las mañanas, mi esposa salía a trabajar, el portón se abría y yo sabía que no podía salir”.
En sus 36 meses de reclusión domiciliaria, Lobo se acostumbró a las visitas sorpresa de la policía. Incluso, cuando se quebró la pierna y su abogado arregló que lo dejaran salir a fin de someterse a una operación quirúrgica, dos agentes judiciales lo visitaron en la clínica para corroborar que no era un engaño.
“No siento que me haya ido sin sanción, pues mi arresto domiciliario equivale a más del 50 por ciento de la pena que me hubiera correspondido. Siempre acaté estrictamente lo que se me indicó. Cada vez que fui requerido contesté preguntas y, además, la sanción no termina, pues lo que más me gustaba, que era la política, ya no lo puedo hacer”.
Cuando habla de la política, lo hace con la resignación del fumador que deja el cigarro de golpe. A diario, devora periódicos nacionales y extranjeros (“Internet es una gran facilidad”, asegura) para estar al tanto de la arena política. A la distancia, ha visto cómo el PUSC pierde adeptos, bajonazo del que se cree corresponsable.
“Me he impuesto la obligación de no exculparme y debo decir que me considero corresponsable de lo acontecido al partido Unidad, pero también, con toda sinceridad, debo decir que no me considero el máximo responsable: ese privilegio está reservado a otras personas”.
En su criterio, fue un error del PUSC el optar por la silla presidencial en las pasadas elecciones y piensa que el Partido debe enfocarse en la Asamblea Legislativa y las municipalidades.
En cuanto a su truncada amistad con Rodríguez, Lobo solo tiene palabras positivas para el exmandatario que lo designó en la directiva del ICE, en contraposición a las duras críticas del equipo legal del expresidente, cuyos abogados no han dudado en tildarlo de mentiroso, y señalar que busca implicar a Rodríguez con tal de evadir su responsabilidad.
“Fue una amistad que me hizo muy feliz. Lo diré hasta el último día de mi vida: no he conocido un hombre más inteligente o con mayor capacidad de trabajo que Miguel Ángel Rodríguez”.
Lobo guarda silencio cuando se le pregunta por qué la exprimera dama Lorena Clare lo negó como amigo de la familia y de su marido en su declaración ante el tribunal. “Cada quien asume su papel... prefiero no referirme”, dijo en la única negativa de toda la entrevista.
Para ser un hombre lleno de culpas, José Antonio Lobo se toma la vida por el lado amable. Al conversar, se ríe más de lo que uno imaginaría, al punto de que al fotógrafo le pide que no lo retrate alegre. “La gente va a decir que este, tras de
Dice que hoy vive al día y no puede evitar que se le ilumine la cara cuando habla de lo mejor que le trajo el 2010: su primera nieta.
“Estoy recuperando esa paternidad que no viví con mis hijas por andar metido en política. También implica un reforzamiento de que si me equivoqué e hice cosas impropias, tengo una responsabilidad ante la niña”, asegura, antes de agregar que desearía, una vez que pase el juicio, convertirse en un abuelo achacoso y desaparecer de las noticias. “Pero eso no depende de mí, sino de ustedes los periodistas”.
Lobo está claro que no se le verá en los cines con su nieta. El arresto domiciliario y la vergüenza se conjugaron para que, una vez recobrada su libertad, la ejerza a poquitos, permaneciendo la mayor parte del tiempo en casa. “Trato de salir lo menos posible, mantener un perfil bajo, y me he autoexiliado de eventos masivos, incluso del ir al estadio, que me encanta. Si bien comparecí y dije la verdad, eso no anula el sofoco, la incomodidad, la intranquilidad de cómo es uno percibido. He tratado de rehacer mi vida y me encantaría ir a los colegios a contarle a los muchachos mi experiencia”.
Las primeras semanas de su arresto fueron las más duras, debido a la gente que pasaba fuera de su casa gritándole de todo. Sus amigos de entonces se evaporaron (cita a Luis Alberto Monge con que “en política se hacen amigos de mentiras y enemigos de verdad”), y evita saludar a viejos conocidos para no incomodarlos, pues sabe que darles la mano dejó de ser un ejercicio popular. ¿Le quedan amigos? “Muy pocos. Me quedaron los del colegio, del Instituto de Alajuela, que me invitaron a la reunión de exalumnos cuando me suspendieron el arresto. Pero sí, no recibí mucho apoyo: la gente lo ve a uno con ojos reprobatorios”.
Así, concentra hoy sus fuerzas en reconstruir la relación con su familia y, ojalá, desaparecer del ojo público. En cuanto a si podrá perdonarse, no lo cree. “No sé si llegaré a un punto de decir que expié suficiente mi pecado, de si me gané el perdón. Sí le garantizo que no puedo olvidar que hice un acto que tuvo macroconsecuencias. La sociedad no olvida, aunque a veces deje las cosas en baño maría. Olvidar no puedo y, por ende, me parece difícil perdonarme... pero hay que aprender a vivir con eso”.