La película El poder de la justicia asume el interés de ser la sexta adaptación de una novela del escritor estadounidense John Grisham, conocido autor forjado en la costumbre y en el instinto comercial del best-seller llevado a vuelapluma.
Este filme es el estreno más importante de la semana en los cines Magaly, Colonial, Cariari y Cinemark.
Precisamente, la realidad cinematográfica de las novelas de Grisham ha discurrido con la más distinta suerte y con una sola sugerencia temática. Así desde Fachada (de Sydney Pollack, 1993), película que reseña una idea: tras las ansias de poder y dinero se esconden oscuros juegos de corrupción.
En El informe Pelícano (de Alan J. Pakula), de nuevo se entra al tema de la corrupción, como algo institucionalizable porque ningún villano logra serlo por sí solo.
Luego, en El cliente (de Joel Schumacher, 1994), tenemos una variación del asunto del niño testigo de un asesinato, con punzadas sobre la corrupción política y profesional.
Hacia la justicia
En el filme Tiempo de matar (de Joel Schumacher, 1996), se muestra a un joven abogado que asume la defensa de un hombre negro, quien mató a los rufianes violadores de su hija. Historia tramposa, porque detrás de sus ideas progresistas sobre la igualdad racial, defiende el uso de la venganza.
La quinta cinta llegó al país por la ruta del vídeo; se trata de La cámara (de James Foley, 1997): un abogado joven intenta la defensa de su abuelo condenado a muerte por actividades terroristas. Este filme se diluye como análisis crítico y se sostiene más como melodrama.
Ahora, El poder de la justicia retoma un asunto judicial (recordemos que Grisham es también abogado) y lo hace, para su bien, con el buen arte narrativo de su director, Francis Ford Coppola. La historia comienza cuando su personaje Rudy Baylor (Matt Damon) se gradúa como abogado y, pronto, es contratado por un bufete de dudosa honradez; allí conoce a Deck Schifflet (Danny de Vito), un ducho formado por la experiencia y la maña.
Tres casos llevarán a Rudy al cuestionamiento más ácido de su profesión y de la conducta humana, medios que usa Grisham (en la novela) y vitaliza Coppola (en el filme) para denunciar la acrimonia de la corrupción. El más importante es la defensa de un joven que agoniza, leucémico, y cuya madre pretende acusar por estafa a la compañía aseguradora, corrupta y poderosa. Son los momentos más tensos de la película. También está la defensa que hace Rudy, mientras se enamora, de Kelly Riker (Claire Danes), joven agredida por su esposo. Por último, el testamento de una vieja que quiere sacar a sus hijos del privilegio, cuestionamiento de la realidad familiar.
Esencia de talento
Con gotas de pesimismo y de humor negro, Coppola convierte esta película en metáfora de aquella corrupción social que genera, con su dinámica, injusticias acumuladas en el dolor humano. Lo hace con esencia artística, amor al buen cine y respeto al público, sin efectismos ni imágenes fáciles. De alguna manera, Coppola se sobrepone a las reiteraciones de Grisham y lo enriquece todo con su genio probado.
Queda por delante otra cinta basada en un texto de Grisham: The Gingerbread Man (sin título en español aún; de Robert Altman). Veremos qué aporta.