En su Biblioteca personal (artículo “Oscar Wilde ”), Jorge Luis Borges observa que Robert Louis Stevenson observa que “la virtud sin la cual todas las demás son inútiles es el encanto”: el encanto, la gracia, el ángel, el duende; o sea, ese plus –como tan bien nos expresamos los cursis cuando buscamos en el latín lo que no falta en el castellano.
Pese a todo, no es fácil definir el encanto. Lo tenía el poeta asesinado Federico García Lorca; y, cierta vez, quizá para definir “el duende”, lo recordó su amigo y también aedo Jorge Guillén (autoexiliado de España para que los franquistas no lo exiliasen a él también de la vida).
Jorge Guillén decía: cuando entraba García Lorca, “entonces no hacía frío de invierno ni calor de verano: hacía' Federico”.
Se nace o no se nace con encanto. Tal vez este sea lo que hoy nos llaman “inteligencia emocional”, pero en el estado salvaje de la inocencia. La inteligencia emocional es la gracia natural de ponerse en el lugar del otro, aunque haya ciertos otros en los que no nos convertiríamos ni por gracia natural.
Si Plutarco se hubiese dado el tiempo de unos siglos, habría escrito otras dos “vidas paralelas”: la de Pedro Infante y la de Javier Solís. Ambos cursaron infancias de angustia y juventudes de trabajo; los dos alcanzaron el éxito y murieron pronto, en el esplendor de su arte. Empero, se diferenciaron al menos en dos puntos: la voz y el duende.
La voz absoluta de Javier Solís se impone sobre la tenue voz de confidencia de Pedro Infante. En cambio, Javier fue solo un actor pasable entre dos canciones. Cuando le tocaba actuar, Javier Solís era como los gobiernos: hacía lo que podía.
Por el contrario, Pedro era la gracia con sonrisas lanzadas entre balazos de juguete. Luminoso por dentro cual Siddharta ranchero, Pedro Infante plateaba las modestas pantallas de los cines de barrio.
Pedro Infante tuvo duende y, por tanto, se hizo querer; pero no es la única forma de lograrlo. Hay otras maneras, sin espectáculo, sin arco iris. Otro modo de hacerse querer es cultivar la mesura generosa de quien trabaja a fondo y en silencio para celebrar la amistad de los países y la difusión de sus artes.
Hoy, de madrugada, Pedro González Olvera ha vuelto a su país después de haber dirigido el Instituto de México en Costa Rica durante seis años. Es bueno que los costarricenses pensemos en cuánto debemos a personas como Pedro González Olvera y a un país como México, pendientes de dar, no de recibir.
No todas las maneras de lograr la gratitud son las mismas; hay muchas formas de hacerse querer.