Hay tres formas genéricas, o escenarios, de gastar dinero: (a) gastar el propio, (b) gastar el dinero de todos, y (c) gastar el dinero de otros. En el primer caso uno se esmera en no gastarlo en cosas que juzga innecesarias, y procura que la utilidad que derive de cada colón gastado sea igual para todos los bienes o servicios que adquiera. Así, por ejemplo, si una copa de vino Beaujolais le depara el triple de satisfacción que un vaso de Sprite, estará dispuesto a pagar hasta el triple (no más) por la primera. Si la langosta es carísima, entonces la persona se abstiene de consumirla en abundancia, y quizá de consumirla del todo. En este escenario, las decisiones de gasto no solo son lógicas, sino son óptimas individual y socialmente.
Vamos al caso segundo, en el que lo que se gasta el es dinero de todos. Aquí la conducta lógica lleva –como veremos– a un despilfarro social. Tomemos el ejemplo de dos personas, Pedro y Pablo, que van a un restaurante y que han de compartir por mitades la cuenta. Se encuentran en el menú que un plato de pollo vale 4000 colones, y uno de langosta 10 000 . Si Pablo optara por pollo y Pedro por langosta, cada uno pagaría 7000 colones. Pablo saldría “jodido” y Pedro, subsidiado. Entonces Pablo tratará de pedir langosta también. Los dos ordenaron, un tanto a regañadientes y “para no quedar de tontos”, lo que quizá no habrían ordenado bajo el primer escenario. En la búsqueda del óptimo individual lograron un sub-óptimo social.
Cuatro millones de personas. Pero supongamos que la sociedad no consta solo de Pedro y de Pablo, sino de unos 4 millones de personas y la idea es gastar el dinero de todos. En este caso Pablo sabe que puede procurar un ahorro a la sociedad si consume pollo, pero tal ahorro es tan mísero si los demás optan por langosta, que en realidad no tiene ningún estímulo buscarlo. Pedro sabe que su consumo de langosta tiene poquísima influencia en el aumento de la cuenta colectiva, y por ende sigue pidiéndola. En esta sociedad el mal de Pedro y Pablo queda multiplicado por dos millones.
Vayamos al tercer escenario. Si yo gasto el dinero de otros tendré prácticamente cero incentivo a usarlo de manera racional desde el punto de vista de la sociedad. Yo trataré de quedar bien con grupos de interés, o personas, de mi afecto y a ellos y a mí dirigiré buena parte del gasto. Por su parte, los grupos de interés me presionarán constantemente. Quedaré bien con la municipalidad del cantón donde vivo, daré uniformes al club danza de mi pueblo natal, financiaré la construcción de un puente veneciano –con un simpático putto de un lado y un putto en el otro– en el lugar donde vive mi novia. Y todo eso lo divulgaré (“cacarearé”) urbi et orbi. En mis discursos hablaré del enorme gasto público que ayudé a realizar y me aseguraré de calificarlo de social.
El caso de Ronald Reagan. Al leer una declaración del ministro de la Presidencia, Marco Vargas, en La Nación del 16 de febrero, que espero esté mal citada, me preocupó enormemente que, para atraer a su causa al diputado Walter Céspedes del PUSC, lo invitara “a hablar sobre recursos que requieran las comunidades que él (Céspedes) representa”. ¡Ven qué fácil se dispone de los recursos de todos! ¡Ojalá Céspedes representara a todas las comunidades de Costa Rica!
Por lo anterior, Ronald Reagan, reconociendo que en materia de finanzas públicas siempre existe la propensión a gastar más de la cuenta, como en los escenarios (b) y (c) planteados, concluyó que lo único que podría hacer la sociedad para evitarlo es: negarle recursos al Fisco. Quizá se trata de un planteamiento demasiado fuerte de Reagan. Pero es claro y merece considerarse.
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