Al menos por un segundo, Geiner Cisneros sintió la muerte de cerca. Apretó las piernas y clavó las espuelas en el cuero de El Malacrianza pero eso no bastó . Seis segundos después de haber pedido “puerta”, el toro más famoso del país le golpeó el hombro derecho con uno de sus cachos y lo mandó a la arena.
Y tuvo suerte porque, tres meses atrás, ese mismo cuerno le atravesó la garganta a otro montador guanacasteco y se convirtió en la segunda persona que moría sobre los lomos de ese animal en menos de dos años.
Miles de personas llegaron esa tarde al redondel de Jicaral de Puntarenas, solo para observar, en carne y hueso, al toro que llaman “Su Majestad”, y presenciar la lucha de Geiner por domar a la bestia o convertirse en su nueva víctima.
Al final, tras unos segundos de vértigo, el joven santacruceño se libró de una tragedia, y el Malacrianza siguió ostentando esa fama de animal indomable, mañoso y asesino que, en pocos meses, ha llevado su nombre a todos los rincones del país.
Solo un torete. La hacienda La Nueva Esperanza fue fundada hace décadas por don Esaú Rodríguez en playa Garza de Nicoya. Son cerca de mil hectáreas de terreno que corren paralelas al mar, donde pastan 600 cabezas de ganado.
El Malacrianza llegó hace tres años a esa hacienda. Había nacido en el 2000, a solo unos metros de ahí, en la finca El Palmar, de Mario Urbina. De su árbol genealógico sobresalía el nombre de su abuelo, El Picareto , un reconocido campeón de monta en los últimos años del siglo pasado.
El torete había crecido en los potreros de Garza, sin que su bravura diera más problemas que la frustración de sus dueños por no poder convertirlo en buey. Como el animal envejecía sin ninguna utilidad, no quedó más remedio que buscarle un nuevo dueño.
Ubaldo Rodríguez, heredero de la hacienda La Nueva Esperanza, aceptó la oferta y compró el hato de varias cabezas, incluido un inquieto torete que por entonces se llama El Tigrillo.
Recién llegado a su nueva casa, el animal se mostraba inquieto, pero poco peligroso. Nunca había sido jugado en un redondel y fue en el barrio Los Ángeles de Nicoya donde le tocó debutar.
Lo tiraron al ruedo en los primeros días de las fiestas y entonces fue cuando encontró un nuevo nombre. Corneaba y arremetía con tal fuerza contra las tablas del toril, que a alguno de los toreros se le ocurrió llamarlo Malacrianza. Así lo anunciaron cuando saltó a la arena y, una vez en la plaza, no decepcionó. Gustó tanto que en menos de una semana lo volvieron a jugar.
“Desde el principio resultó un toro bueno para la monta, un toro recio, así que seguimos llevándolo a las fiestas de pueblos cercanos”, recordó don Ubaldo.
Si bien no era el mejor ni el más bravo de la hacienda, pronto obtendría una fama sin precedentes en el país.
El domingo 10 de julio del 2005, Juan Carlos Cubillo llegó al redondel de San Vicente con fama de “buena pierna” para montar. Era el último día de fiesta en ese pueblo nicoyano y la Nueva Esperanza llevó sus mejores toros para la corrida de cierre.
Aunque según la rifa para designar toros y montadores, a Juan Carlos le correspondía montar al Chonchonita, se hicieron cambios para juntar la mejor “pierna” con el mejor animal.
Cubillo, un santacruceño de 27 años, salió entonces sobre el Malacrianza. Tras el grito de “puerta”, el toro cruzó la plaza dando saltos, pero a 20 metros de la manga de salida resbaló y cayó hacia atrás.
Fiel a su valentía, el montador no soltó la espuela y en la caída, pegó la cabeza contra el suelo. En muerte neurológica, fue llevado al hospital La Anexión, donde murió tras dos días de agonía.
Para muchos, la muerte de Cubillo fue accidental; sin embargo, ya se hablaba de que Malacrianza era un toro “mañoso” para la monta; y que sus largos cuernos podrían ocasionar una nueva tragedia. Y así fue.
El 18 de diciembre del 2006, Malacrianza fue llevado al redondel de Caimital de Nicoya. Eran las 8 p. m. y al toro de 650 kilos le correspondía jugar en penúltima monta de las fiestas.
Jason Gómez Gómez se ganó la rifa para subir a los lomos del temido animal y, aunque varios de los presentes le insistieron para que desistiera, el nicoyano de 23 años no dio marcha atrás.
Malacrianza salió al ruedo con una fuerza descomunal. Dio tres saltos, giró a su izquierda y lanzó la cabeza hacia arriba. El cuerno derecho se incrustó en el cuello de Gómez, quien cayó al suelo e intentó levantarse, pero se desvaneció sobre la arena. Falleció unos minutos después de ingresar al hospital de Nicoya.
Muchos opinaron entonces que Malacrianza no debía regresar a los redondeles ni ser ser jugado en estilo rústico. Incluso se sugirió que fuera sacrificado.
Pero ocurrió todo lo contrario. Aun sabiendo de su peligrosidad, el toro acaparó la atención de muchos montadores que lo siguen para tratar de dominarlo, mientras las comisiones de fiestas de varios pueblos piden la presencia del animal –pagando hasta diez veces más por él– para darle realce a sus corridas.
Radio, prensa y televisión empezaron a hablar de las muertes y resultaron siguiendo al toro por los pueblos donde jugaba.
Entre enero y febrero, estuvo en Santa Cruz y dos veces en Mansión de Nicoya, donde los tablados se llenaron “hasta las banderillas”.
Geiner Cisneros, Wálter Rodríguez y Willy Cubillo (hermano de Juan Carlos) se fajaron sobre su lomo pero ninguno logró sostenerse más de diez segundos antes de besar la arena.
La fama del animal aumentó, dijeron de él que se trata del toro más bravo del país y lo llamaron “Su Majestad”.
Con ese título fue anunciado el pasado 10 marzo, para las corridas en Jicaral de Puntarenas.
Escapado. En los potreros de la hacienda Nueva Esperanza, el Malacrianza tiene fama de animal manso, pero no hay cerca que se le resista.
Y aunque la costumbre dice que cualquier toro de monta debe estar en ayunas al menos 24 horas antes de ser jugado, la víspera de las corridas en Jicaral, Malacrianza resultó pastando lejos de su corral.
El capataz y los vaqueros de la hacienda tuvieron que buscarlo en medio de la oscuridad, cabalgando a tientas por los matorrales de una finca vecina.
“¡Aquí está, aquí está!.. Puse la luz del celular y me pareció ver una cornamenta, pero esta vara no alumbra nada”, avisó uno de los peones mientras esperaba que llegara la luz de un foco.
Mezclado entre vacas y terneros, Malacrianza intentaba pasar la noche fuera de casa pero le frustraron sus planes.
A las 7:40 p. m., más de una decena de reses corrió levantando polvo por el principal camino de Garza.
“¡Ho, ho, ganado, ganado!”, gritaban los jinetes marcándole el paso a los animales, mientras la gente corría para ponerse a salvo y quitaba los autos estacionados del camino.
En menos de diez minutos, Malacrianza estuvo encerrado junto a los otros ocho toros que, al siguiente mediodía, viajarían hasta Jicaral.
El sol del sábado no había terminado de calentar y ya Rónald Marchena, el capataz de la hacienda, andaba a caballo preparando a sus “consentidos”.
Pasa horas hablándole y cantándole a los toros, porque asegura que ellos le entienden. Este nicoyano tiene la tarea de arrear al Malacrianza hasta el camión que lo llevará al redondel. Pero es más sencillo decirlo que hacerlo.
“Él ya sabe a lo que va. Apenas ve el camión, le comienza la andadera por el corral. Se impacienta todo y se niega a entrar al toril”, cuenta el sabanero.
Y esa mañana no se rompió la regla. El toro entró bufando y golpeaba sus cachos contra las maderas del vehículo. La falta de agua y alimento comenzaban a mostrar secuelas en su ánimo.
Los toros arribaron a Jicaral cerca de las 4:30 p. m., y aunque todavía faltaban 30 minutos para que empezara la corrida, ya había decenas de personas haciendo fila frente a la boletería.
La entrada del camión interrumpió sus pasos y llevó las miradas y murmullos hacia un solo punto. “¿Cuál es Malacrianza?”, al tiempo que algunos dedos índices señalaban al inconfundible Brahman de color overo y cuernos de 40 centímetros.
Meter a los animales al corral del redondel tampoco fue tarea simple para Rónald y los otros peones de Nueva Esperanza, que esa tarde vistieron camisetas con el sello de la hacienda en una manga y una enorme foto de su toro estrella en la espalda.
Cerca de ahí, la fila en la boletería seguí aumentando. Un cartel hecho a mano anunciaba al protagonista de la tarde y el costo de verlo solo unos segundos: ¢3.000 barrera y ¢3.500 tablado.
Unas 2.000 personas llenaron la gradería a reventar. Mientras algunos buscaban la mejor posición, otros sacaban sus cámaras fotográficas o de vídeo. Esa tarde Geiner Cisneros, Carrilero , se jugaba la vida y nadie quería perderse detalle.
Era tal el tumulto, que pocos se percataron cuando el joven montador pasó entre ellos en su camino al toril. Llegó con su esposa e hija, bien vestido y cargando las espuelas en un maletín.
Habían pasado menos de dos meses desde la última vez que montó al Malacrianza y, aunque tenía la mirada nerviosa, parecía seguro de someterlo esta vez.
“Lo analicé en video, siempre juega igual, por eso hay que dejarse ir un toque en el juego del toro y no contrarrestar mucho su fuerza”, comentó el santacruceño de 27 años, antes de entrar al toril para cambiarse de ropa.
A las 6:20 p. m., con más de una hora de retraso, el locutor Lico Carrillo anunció el inicio de la jornada. Un trío de caballistas con las banderas de Costa Rica y Guanacaste encabezaron el desfile de los nueve hombres que, desafiarían la fuerza de los toros.
Geiner fue el último en desfilar. Caminó despacio hacia el centro del redondel y saludó alzándose el sombrero.
Para cuando apareció El Malinche, primer toro de la noche, ya Carrilero estaba lejos del toril. Sentado sobre los corrales, movía las piernas y pensaba.
Uno a uno, los animales pasaron a la manga. El Malinche, El Caracol, El Gemelo… ocho toros jugaron antes de que Lico anunciara quién había llegado a la manga: “¡El Malacrianzaaaaa!”.
Alistar al toro tardó unos minutos que Geiner aprovechó para tomar agua y buscar un rincón donde encomendarse a Dios. Camino a la manga, lo abrazaban y le palmeaban la espalda.
Ya sobre el animal, revisó el pretal, agarró el gallo con su mano derecha y tomó aire. En los tablados, hubo un segundo de silencio sepulcral que el montador rompió de un grito. “¡Puerta!”
Cuando hombre y toro salieron juntos, milflashazos iluminaron la plaza. La gente gritaba de pie, mezclando su voz con la de Jorge Arturo González, Cañero, quien narraba la escena: “¡Arriba, arriba, brincando!”.
Cisneros se agarró fuerte y soportó seis saltos durísimos, pero en el sétimo, Malacrianza le jugó sucio. El toro lanzó su cabeza hacia atrás y uno de sus cuernos lo impactó en el hombro derecho.
Tras seis segundos de lucha, el montador cayó al suelo. Sosteniéndose el brazo, caminó hacia la barrera, mientras los vaqueteros distraían al animal que intentó irse tras él. Mas solo alcanzó a dar unos cuantos pasos antes de desvanecerse.
Sobraron manos para llevarlo a la Cruz Roja, como sobraron también los aplausos en el tablado. Géiner salió del consultorio con la cara pálida y los ojos llorosos, reponiéndose del susto.
“Hoy la muerte estuvo a un segundo. Cuando el toro dio la vuelta, se resbaló de las patas delanteras, eso hizo que bajara el grado de altura de los cuernos, por eso se los pegó en la clavícula y no en la garganta. Este animal no debería jugarse más al estilo rústico”, comentó Cañero tras la corrida.
Géiner también sabía que se salvó por poquito; sabía que esta monta fue diferente a la de hace dos meses en Santa Cruz.
“Sentí que salió más recio y levantó bastante la cabeza. Me voyahuevado porque mi meta era pararlo, pero ya con esta vez tengo. La verdad lo monté por compromiso, hasta mi madre estaba enojada conmigo, mi señora y mis amigos también. Es suficiente”.
Afuera, lo esperaba su familia y decenas de personas querían saludarlo y fotografiarse con él. Era el héroe de la jornada.
El premio de ¢300.000 que le habían ofrecido si permanecía al menos ocho segundos sobre el toro, le fue dado aunque duró solo seis segundos. Sin embargo, el mejor premio ya le había caído del cielo: no fue la tercera víctima de Malacrianza.
La muerte a un segundo