
“Recuerdo que tenía como 17 años y, junto a mi amigo Sergio Zúñiga, fuimos a las fiestas de Acosta. Ahí conocimos a unas chiquillas bellísimas de Puriscal, que nos invitaron a conocer su pueblo. El día que decidimos visitarlas, jamás olvidaré que me puse unas botas de color amarillo que había en mi casa. Contento, fui a reunirme con mi amigo y, cuando vio mis zapatos, empe- zó a reírse y me dice: ¡Qué bárbaro! ¡Qué botas más feas! Mi incomodidad y vergüenza no las puedo describir. Al llegar donde las muchachas, me sentía tan mal que trataba de esconder las botas bajo el poyo donde estaba sentado. ¡Qué día más amargo con esas botas!”.
“Cuando entré a la universidad, por ponerme a jugar de mujer grande, boté todos mis tenis y zapatos cómodos y me fui a comprar zapatos nuevos, de tacón alto. Escogí tacones enormes pues, según pensaba, ya estaba en la
“Por allá de 1976, cursaba décimo año del colegio, y mis zapatos viejitos y gastados ya no daban para más. Mi papá era un peón cafetalero con ocho hijos qué mantener, y no le podía pedir zapatos nuevos. Por eso, cogí unos zapatos botados de color amarillo y los hice negros a fuerza de mucho betún. Al día siguiente, salí orgullosa con ‘mis zapatos nuevos’. A la hora de la salida, todos los muchachos se reunían en una panadería famosa. Yo iba caminando por el centro del lugar cuando caí acostada y todos los amigos se carcajeaban. Después, me subí al bus tan rápido como pude, roja de la vergüenza. Al bajar, otra vez resbalé por las escaleras y fui a dar a un montón de piedras. Comprendí por qué esos zapatos estaban abandonados: resbalaban que daba gusto”. Mayela Gutiérrez B.