La noticia es que se estrena una buenísima película de acción, Sin rastro, con Kurt Russell y dirigida por Jonathan Mostow, pero el momento aprovecha para hablar de distintas cosas a propósito del cine de dicho género.
Se trata, en general, de un cine que convierte la acción en un fin en sí mismo y cuya seducción estriba en la tensión acumulada.
Para este cine jamás ha habido un estado tal en el que la materia exista sin movimiento. No hay lugar para concepciones metafísicas. Porque si el reposo se da es solo con respecto a algo: el cine de acción que ahora nos llega niega el reposo absoluto.
Un buen ejemplo es el filme Máxima velocidad, de Jan de Bont (1994), traqueteo con la intensidad, cuyas secuencias aceleradas funcionan en favor de un argumento simple. Por supuesto que, en contenido, nada queda. En este tipo de cine, el espectáculo se niega a ser hecho cultural, es lo que hace la diferencia.
Pero Máxima velocidad marcó un estilo que venía sugiriéndose en filmes anteriores de acción, como en las sagas de Duro de matar (1988/90/95) o de Arma mortal (1987/89/92).
Así, quedó claro un aspecto que las actuales películas de acción enfatizan: se trata de filmes impecables en el mejor uso de adelantos técnicos en favor del lenguaje cinematográfico. El encuadre pasa por repetidos usos de la grúa en el momento de la filmación.
La desmesura funciona
En algo hay que estar claros: ni la espectacularidad ni el entretenimiento tienen por qué reñir con la eficacia o con la calidad. Pero no siempre sucede de la mejor manera. Parece que a los productores de Hollywood les interesa vender más la emoción fácil (incluso, efectista) que alcanzar rigores de calidad. Es verdad obvia: en Estados Unidos el cine se contempla como una instancia comercial y solo en algunos casos como una expresión artística.
Así, mucho cine de acción que ahora llega está preñado en la desmesura y es perífrasis de la violencia gratuita (precisamente, Sin rastro es excepción gratificante).
O sea, la acción se remite a decirle al espectador que no se vaya porque hay más de lo mismo en la misma película. Sucesión de peleas iguales, persecuciones agigantadas, tiroteos con exhibición de malas punterías, frases groseras, bombazos repetidos, estrellonazos, patadas y pataletas, situaciones previsibles, acumulación de heridas de rápido sanar. Etcétera.
En fin, dice el crítico Mark Robbins, se trata de un ideario vacuo que está hundiendo al cine de acción en el lodo de lo absurdo, de lo estúpido y lo deleznable (tomen un ejemplo reciente: Riesgo en el aire, 1997, de Simon West) Por ello un género tan joven se desgasta.
A menos que suceda lo gratificante y se hagan películas que, a contracorriente, se convierten en la mejor expresión del mejor cine de acción. Es el caso de Sin rastro. Se trata aquí de un dechado, ejemplo de calidad, película que lleva la emoción a sus mejores grados de tensión, porque confía en la fuerza de los acontecimientos y sabe expresarlos.
Sin rastro es cine que, ojalá, sí deje rastro para que otras cintas sigan su ruta. Se trata de un filme capaz de atrapar al espectador y no soltarlo sino hasta el final. Y lo hace con las mejores armas. Sin rastro es una película que hay que ver. Buena oportunidad para dejar establecidas las diferencias entre este buen cine de acción y el otro, el olvidable. Se exhibe en los cines Capri 1, Colón 1, Colonial 2, San Pedro 3 y Cariari 1.