Es el jueves 4 de noviembre en uno de los impersonales salones del edificio provisional de las Naciones Unidas, en Nueva York. Amartya Sen, el pensador indio que en 1998 ganó el Premio Nobel de Economía por “sus aportes a la investigación sobre problemas fundamentales de la economía del bienestar” toma la palabra.
Con la amenidad de un generoso y venerable sabio, pero también con la seguridad de una vida de logros, habla desde las profundidades afectivas al recrear la historia e impacto transformador de una idea convertida en cifra.
Recuerda su primer encuentro, en 1953, con quien entonces era otro estudiante de economía en Cambridge, Inglaterra: Mahbub ul Haq, de Paquistán. Los nexos afectivos y académicos que surgieron entonces, a la sombra de un árbol, todavía se mantienen y evolucionan, aunque ul Haq murió hace 12 años.
Vulgar y humano. Desde ese contacto inicial, el joven paquistaní confesó su disconformidad “por la clase de economía que estábamos haciendo”, dice Sen a la audiencia de la ONU. Pero lo realmente importante, más allá de la anécdota, fue que, a partir de entonces, ul Haq convirtió su insatisfacción en un sistemático ímpetu de creación intelectual, dirigido, en palabras de su amigo, a construir “un índice tan vulgar (en el sentido de común) como el producto interno bruto (PIB), pero concentrado un poco más en la vida humana”.
El resultado, varios años después, fue la creación, bajo el alero del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), del Índice de Desarrollo Humano (IDH), una elaboración técnica y conceptual que, a partir de varios indicadores, sintetiza en una escueta fracción un abanico de variables que inciden sobre el bienestar de las personas.
La intervención de Sen ese jueves, autodefinida como “un momento nostálgico”, fue la tercera de un programa para celebrar dos décadas del primer Informe sobre desarrollo humano, construido a partir del Índice, y lanzar el vigésimo de la serie, con el subtítulo La verdadera riqueza de las naciones.
Antes habían leído sus discursos el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, de contenida modestia, y la administradora general del PNUD y exprimera ministra de Nueva Zelanda, Hellen Clark, de impetuosa certeza.
Imperfecto y vigoroso. El Índice y todo lo que implica en concepción, investigación, análisis y divulgación, es imperfecto. Sen recordó, por ejemplo, que toma en cuenta la mortalidad, pero no las condiciones de salud; la educación primaria, pero no la superior, cada vez más relevante. Además, es prácticamente imposible –y él cree inconveniente– incluir en su cálculo el disfrute de la libertad política y los derechos civiles.
Sin embargo, el ÍDH ha impulsado, con rigor y vigor, cambios fundamentales en la concepción, investigación y gestión política del desarrollo. Nadie en su sano juicio duda de que este debe sustentarse en el buen desempeño económico, que conduce al crecimiento. Pero su traducción en mejores condiciones de vida necesita, además de educación y salud, mejoras sustanciales en la condición de las mujeres y los grupos vulnerables, el empoderamiento de la población, la reducción de la desigualdad y, por supuesto, la libertad.
Es decir, como ha dicho Sen en varios de sus libros, la clave es incrementar las oportunidades para la realización de las personas. No todos esos factores los refleja con precisión el Índice. Pero, al incorporar varios de ellos, ha logrado crear un indicador quizá menos robusto en su focalización que el PIB, pero más integral en su abordaje.
Gracias a sus componentes y lo que estos implican, ha construido un paradigma, referencia o parangón, conforme al cual medir el desempeño de los países de forma mucho más integral que el PIB.
El IDH se ha convertido, también, en una herramienta esencial para el diseño de políticas públicas, y en motor para el rendimiento de cuentas, aunque sea a su pesar, de gobernantes y modelos políticos.
Nuevo componente. Como parte de sus esfuerzos porque el Índice se enriquezca y mantenga vivo, el Informe de este año incorpora la desigualdad en la canasta de factores a considerar.
La decisión ha sido polémica. Así como esa variable mejora los resultados de unos pocos países, deteriora los de muchos más. Para solventar, en parte, este desafío y mantener la comparación histórica, el PNUD optó por plantear dos tablas del IDH: una con cifras y ubicación de acuerdo con el método tradicional, y otra incorporando la desigualdad al cálculo.
Esto hace, por ejemplo, que Costa Rica, en el lugar 62 del ranking general y con un índice de 0,725, baje seis puestos en la clasificación ajustada por desigualdad. Panamá, en el puesto 54 y un índice de 0,755, baja 21 lugares; Brasil, 15 y Estados Unidos, 6.
En cambio, Moldovia y Mongolia avanzan 16 puestos al considerar la desigualdad; Canadá y Suiza, 4.
La edición de este año, además, muestra las tendencias de dos décadas: una excelente forma de evaluar, conforme al Índice, la evolución de los países.
Los resultados de estos 20 años son muy dispares, pero el “titular” mencionado Jeni Klugman, directora del programa de desarrollo humano en el PNUD y cuarta oradora del jueves 4, es que “el mundo es un lugar mucho mejor para vivir que hace 20 o 40 años”.
Para ella, “se han abierto múltiples oportunidades para que los países realicen ganancias”, pero esto no implica que todos hayan aprovechado por igual las oportunidades en pro de sus pueblos.
Costa Rica está entre los que han mejorado: de un índice de 0,639 en 1990, pasó a 0,725 ahora. Este avance, sin embargo, luce modesto a la par de un país como Chile, que logró avanzar de 0,607 a 0,783 en el mismo lapso.
Sería insensato postular que el IDN es “la” herramienta mágica en la discusión, la investigación y la acción sobre el desarrollo. Pero su impacto ha sido enorme y esclarecedor. Evidencia, como dijo Sen, el poder de una idea, tan simple como un número, para incidir en la esfera pública.
Mahbub ul Haq y sus seguidores merecen los elogios del sabio indio.